La “guerra interna” y la militarización han operado,
históricamente, como engranajes del ajuste estructural del neoliberalismo en
América Latina. Desde comienzos de siglo, con la expansión de la Estrategia de
Seguridad Nacional (NSS) norteamericana, nuestros países se ajustaron a un tipo
de configuración estatal que articulaba la agenda de seguridad nacional al
proyecto reformista neoliberal: a la par que crecía la “guerra contra las
drogas y el terrorismo”, se afianzaba una estrategia de transformación profunda
a los regímenes de seguridad social (privatizando y mercantilizando los
sistemas públicos de protección social), a las estructuras laborales-sindicales
(flexibilizando y precarizando el trabajo), al régimen de salarios
(depreciando el ingreso real de los trabajadores) y al régimen de acumulación (desindustrializando
los aparatos productivos, reprimarizando las economías y consolidando una
matriz extractivista-rentista articulada al sistema financiero
internacional).
El securitismo ha sido, en las últimas dos décadas, un
mecanismo más de la neoliberalización de nuestras economías. Sin embargo, el
hecho de que las “guerras internas” se hayan neoliberalizado no implica que la
política contrainsurgente haya desaparecido del repertorio de estrategias de la
derecha latinoamericana: todo lo contrario, se ha imbricado a la política del
ajuste estructural. Fue necesario institucionalizar la “guerra interna” para
desarticular, por esa vía, al movimiento popular que resistía la ola de
reformas neoliberales. La “guerra interna” se transformó,
en varios países de nuestra región, en un mecanismo de gobernabilidad y
desarticulación del campo nacional-popular: todo desafío social que enfrentara los
planes de reforma neoliberal era, automáticamente, señalado de amenaza a la
seguridad nacional y, por tanto, objeto de represión estatal.
En Ecuador, el Gobierno de Daniel Noboa avanza en este
tipo de reensamblaje institucional: el securitismo neoliberal, impulsado tras
la declaratoria de conflicto armado interno, constituye su estrategia de
gobernabilidad. Desde el comienzo de gobierno, la agenda securitista, orientada
a “enfrentar el crimen y el narcotráfico”, se ha articulado al plan de ajuste
estructural: en una primera etapa, para refrendar, a través de mecanismos de
Consulta Popular, reformas al régimen de trabajo (implementación del trabajo
por horas), regreso al arbitraje internacional (mecanismos de solución de
controversias entre inversores y Estado) y la expansión de capacidades
militares en el marco del “conflicto armado interno”. En esa primera coyuntura
de ajuste, los ejes neoliberales de reforma laboral y arbitraje internacional
fueron rechazados, sin embargo, el plan de securitismo fue aprobado
mayoritariamente.
El componente de seguridad de esa consulta le permitió
al noboísmo instaurar un orden militarizado con el cual blindarse ante
las presiones del movimiento popular. El Gobierno Nacional encontraría en
las Fuerzas Militares su principal aliado y, como parte del acuerdo, el
Ejecutivo y sus portavoces legislativos garantizarían a los militares amnistía
ante procesos judiciales por violación de Derechos Humanos. Consolidada esta
articulación en el núcleo del Estado, se dio marcha, en días recientes, a una
segunda etapa de ajuste estructural, que incluye la eliminación del subsidio al
combustible, el recorte de inversión pública al sector salud y educación, el
retorno de las bases militares extranjeras y la convocatoria a una Asamblea
Nacional Constituyente.
Estas iniciativas, lejos de acudir a mecanismos
democrático-institucionales, refuerzan el carácter
autoritario del régimen, afianzado en la articulación entre Gobierno Central –
Fuerzas Militares. Saltarse las instancias de consulta de la Corte
Constitucional y remitir el decreto de convocatoria directamente al Consejo Nacional Electoral es solo
una parte del proceso de ruptura institucional al que apuntala el Gobierno
Noboa. Con esto, no solo intenta quitarse de encima el sistema interno contrapesos
y los mecanismos democrático-institucionales que pudiesen frenar esa configuración
neoliberal-autoritaria, sino que, además, pretende institucionalizar la
suspensión de las formalidades democráticas y la ruptura constitucional.
Ecuador enfrenta, en ese sentido, un doble desafío:
uno de tipo institucional y otro social-organizativo. Respecto al desafío institucional, consiste en la recomposición del sistema de contrapoderes y el
restablecimiento de mecanismos democrático-institucionales que permitan frenar
la deriva autoritaria del Gobierno. Esto implica, necesariamente, respaldar las
últimas declaraciones de la Corte Constitucional, en la que desautoriza el
decreto presidencial de convocatoria a consulta, y exigir el restablecimiento
del juego de pesos y contrapesos por parte de los Altos Tribunales; con relación al desafío social-organizativo, está relacionado, también, con la defensa del régimen
democrático: hasta el momento, las exigencias populares se han concentrado en torno a la
derogatoria del decreto de aumento del precio de diésel, a la reducción del
IVA, a la detención de exploraciones extractivas, al aumento de presupuesto
en salud y educación y a la revocatoria de licencias mineras.
Aunque estas demandas están orientadas a contener el paquetazo neoliberal, es necesario articularlas a la derrota de la propuesta constituyente en las calles. Esto implica que las Altas Cortes puedan recuperar capacidades de control y justicia sobre el Gobierno Nacional y el Consejo Nacional Electoral. En esta coyuntura particular, la resistencia popular se da en torno a dos ejes: primero, contra el plan de ajuste estructural; segundo, contra la ruptura institucional-democrática de Noboa y por el restablecimiento de la democracia. Solo de esta forma se podría evitar entrar en una coyuntura de disolución: una etapa en la que se fracturan las mediaciones institucionales, se quiebran los marcos convencionales de legitimidad democrática y se asume un control de mando autoritario del Estado. No es poco lo que está en juego, ahora mismo, en Ecuador.
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