Por: Pamela Viteri

RESUMEN:

El archivo desclasificado del FBI de 1942 evidencia la importancia geoestratégica de Ecuador para los intereses militares de Estados Unidos. Este artículo analiza el desarrollo histórico del neoliberalismo autoritario en Ecuador, articulando dos dimensiones interrelacionadas: el contexto nacional de las dictaduras militares (1972–1979) y el escenario internacional de la Guerra Fría. Se examina cómo las estructuras legales, represivas y de control social instauradas durante la dictadura militar sentaron las bases para el gobierno de León Febres Cordero (1984–1988), en el cual se consolidó la Doctrina de Seguridad Nacional y se profundizó la violación sistemática de derechos humanos. 

El artículo sostiene que este legado autoritario no solo persiste, sino que se reactiva en el presente bajo nuevas narrativas. En el contexto del Conflicto Armado Interno declarado por el Gobierno de Daniel Noboa, se observa una renovada insistencia en la militarización del territorio, la instalación de bases militares y el uso del discurso de seguridad como justificativo para profundizar un modelo punitivo y neoliberal. En particular, el proyecto de Ley para el Combate a las Economías Criminales reproduce patrones normativos de las dictaduras militares. Del Plan Cóndor al denominado Plan Fénix son estrategias militares de represión, intervención, reacción a la crisis económica y subordinación social.

Palabras clave: neoliberalismo autoritario, militar, represión estatal, derechos humanos, Ecuador, memoria histórica


INTRODUCCIÓN:

El contexto geopolítico de la Guerra Fría influyó directamente en la toma de poder por parte de los militares en Ecuador en 1972. Este período marcó el inicio de la intervención de las fuerzas armadas en el ámbito político, económico y social. Las Doctrinas de Seguridad Nacional (DSN) impulsadas por Estados Unidos y su Plan Cóndor fueron adoptadas por el régimen militar de Guillermo Rodríguez Lara y posteriormente por el Triunvirato Militar quienes adoptaron la funcionalidad de esta doctrina que sostenía que cualquier forma de oposición era una amenaza al orden estatal. Según Chomsky y Dieterich (1998), las DSN establecían un modelo de control político en el que el "enemigo interno" era visto como una amenaza para el sistema capitalista regional dominado por Estados Unidos.

Este enfoque fue adoptado en Ecuador para justificar la represión basándose en la idea de que cualquier movimiento social, sindical o político que cuestionara la dinámica del sistema era un potencial peligro subversivo que debía ser combatido. Por ello, los regímenes militares implementaron un sistema de control, persecución y criminalización bajo la Ley de Seguridad Nacional que sentó las bases para la represión de la disidencia y el fortalecimiento del aparato militar. Estos elementos fueron aprovechados y profundizados durante el gobierno de León Febres Cordero (1984-1988), quien consolidó un modelo económico neoliberal autoritario al tiempo que utilizó el Estado para sofocar la oposición política y social.

Este legado autoritario reaparece en la actualidad bajo nuevas formas y discursos, pero siempre estuvo vigente. Sin embargo, en este contexto marcado por el colapso de la institucionalidad democrática, en el que Daniel Noboa llega al poder en medio de un proceso electoral cuestionado por la manipulación de normas, licencias y beneficios clientelares. Apenas iniciado su segundo periodo, el gobierno procede a enviar a la Asamblea Nacional una Ley para el Combate a las Economías Criminales que retoma, bajo nuevos ropajes, la lógica de la Ley de Seguridad Nacional: tipificación ambigua del terrorismo, ampliación del poder ejecutivo, restricción de garantías y expansión del aparato coercitivo del Estado. Simultáneamente, en la Asamblea se busca autorizar la entrada de tropas extranjeras y la instalación de bases militares, invocando una guerra que reproduce la lógica histórica del enemigo interno: una figura discursiva que no nombra directamente a sus verdaderos objetivos, pero que en la práctica se traduce en cuerpos racializados, territorios empobrecidos y comunidades organizadas convertidas en blanco del poder punitivo del Estado, aunque la narrativa oficial habla de "grupos armados organizados" o de "narco-terrorismo"

Este trabajo se propone demostrar que existe una línea de continuidad entre el autoritarismo militar del siglo XX y el neoliberalismo securitario del siglo XXI. Lo que cambia es el lenguaje: de la "lucha contra el comunismo" a la "guerra contra las economías criminales", de la defensa del "orden nacional" a la "seguridad integral", pero el contenido es el mismo: disciplinamiento social, represión política y subordinación estructural a intereses externos.


DESARROLLO[1]:

1.1.Leyes de la dictadura militar:

La historia del país está marcada por un periodo de dictaduras militares que establecieron las bases de un régimen represivo y autoritario. El gobierno de Guillermo Rodríguez Lara (1972-1976) y el posterior triunvirato militar (1976-1979) implementaron varias leyes que moldearon la estructura del Estado ecuatoriano facilitando la intervención militar en la vida civil y el control sobre cualquier forma de disidencia. La promulgación de leyes reflejó la influencia de Estados Unidos y la instauración de un aparato de seguridad estatal que justificaría la represión y la criminalización de la protesta en nombre de la estabilidad nacional.

El régimen del Gral. Rodríguez Lara implementó varias reformas legales destinadas a consolidar un aparato represivo entre ellas la promulgación del Decreto Ejecutivo No. 1273 de 1974 [Anexo 1 y 2, ver imágenes al final del texto] que reformó el Código Penal para tipificar como delito el terrorismo y cualquier acto considerado como amenaza a la seguridad pública. Esta tipificación se construyó con una definición amplia y ambigua de terrorismo que incluía desde guerrillas hasta movimientos sociales y agrupaciones políticas, criminalizando cualquier intento de movilización colectiva o resistencia al régimen [Anexo 3].

Fuente: Ediciones Legales.

[El resaltado es propio, no corresponde a la ley original]

La vaguedad del Decreto No. 1273 fue uno de sus aspectos más peligrosos, pues permitió que cualquier forma de disidencia o crítica al gobierno fuera clasificada como un acto de terrorismo (Defensoría del Pueblo de Ecuador [DPE], 2023). La ausencia de claridad en los términos utilizados en esta ley facilitaba el abuso de poder y la represión de la ciudadanía, convirtiéndose en un instrumento legal de persecución que fomentó un clima de terror en la sociedad ecuatoriana. Además, este decreto sentó un precedente importante para la justificación del uso de la fuerza contra aquellos considerados "enemigos internos", un concepto que sería esencial en la posterior implementación de políticas de seguridad durante el gobierno de León Febres Cordero.

Tras el derrocamiento de Rodríguez Lara, el poder pasó a manos del Triunvirato Militar que gobernó entre 1976 y 1979 y en este período se consolidó la estructura legal y represiva del Estado ingresando al Plan Cóndor y siendo Ecuador denominado como "Cóndor 7". Uno de los instrumentos más importantes promulgados por el triunvirato fue la Ley de Seguridad Nacional con gran influencia de la Doctrina de Seguridad Nacional de Estados Unidas. Esta normativa legitimaba la intervención de las fuerzas armadas en la vida civil y permitía la aplicación de medidas extraordinarias en nombre de la seguridad del Estado. Esta ley estableció el marco legal para la persecución y criminalización de líderes sindicales, estudiantes, activistas y cualquier grupo que se opusiera a las políticas del gobierno [Anexo 4].

Fuente: Ediciones Legales

La Ley de Seguridad Nacional representaba, en esencia, un modelo de militarización de la vida pública y privada en Ecuador. Esta ley concedía a las fuerzas armadas un poder sin precedentes, permitiendo que actuaran no solo en situaciones de emergencia, sino también en circunstancias en las que se considerara que la "seguridad nacional" estaba en riesgo. La implementación de esta ley en Ecuador significó la institucionalización de una política de criminalización, tortura y control social, que restringió gravemente las libertades civiles y políticas de la población.

En su análisis Noam Chomsky argumenta que las doctrinas de seguridad nacional sirvieron como pretexto para consolidar la influencia de EE. UU. en América Latina (Chomsky, 2014). "La Doctrina de Seguridad Nacional se convirtió en una herramienta de intervención y control bajo el pretexto de combatir el comunismo, limitando la autonomía política y económica de los países latinoamericanos" (Chomsky, 2014, p. 22). Esto requería de la implementación de políticas represivas y el apoyo a regímenes militares que defendieran los intereses económicos y geopolíticos de EE. UU.

Walter LaFeber, en su análisis sobre las relaciones de EE. UU. y América Latina menciona que: "la doctrina de seguridad nacional en América Latina fue menos un instrumento de defensa contra el comunismo que una estrategia de intervención política y económica en la región" (LaFeber, 1993, p. 58). Es decir que estas doctrinas reflejaron no solo la estrategia anticomunista de EE. UU., sino también su intención de garantizar la estabilidad económica y política en la región en términos favorables a los intereses estadounidenses. Según LaFeber, EE. UU. promovió la doctrina de seguridad nacional como un medio para ejercer control sobre los recursos y las economías latinoamericanas, asegurando un entorno propicio para sus empresas y políticas.

Greg Grandin sostiene que la doctrina proporcionó una cobertura ideológica que legitimó la represión, apoyó regímenes autoritarios y permitió la explotación de los recursos naturales y laborales en América Latina (Grandin, 2006). Grandin describe cómo los líderes latinoamericanos adoptaron esta doctrina, ayudados por la capacitación y los recursos proporcionados por EE. UU., para consolidar sus propios poderes autoritarios. Además, Chomsky argumenta que estas doctrinas dejaron un legado de instituciones debilitadas y sistemas de vigilancia que continúan afectando la autonomía democrática en la región (Chomsky, 2014).

Toda esta construcción sistemática no solo legitimaba la intervención militar en la política, sino que también promovía una narrativa de estigmatización hacia quienes cuestionaban el orden establecido. Para Weinberger (1987), esta narrativa formaba parte de una estrategia ideológica que buscaba estigmatizar y deshumanizar a los opositores, convirtiéndolos en "peligros sociales" que debían ser eliminados para preservar la estabilidad del país. En Ecuador, esta ideología justificó la violencia policial y militar, y estableció un clima de temor que impedía la organización de movimientos sociales y políticos.

Las leyes promulgadas durante la dictadura militar en Ecuador no solo impactaron en su contexto inmediato, sino que dejaron un legado legal que perduraría en los años siguientes y que sería aprovechado por gobiernos posteriores. La Ley de Seguridad Nacional, por ejemplo, permaneció vigente hasta mediados de la década de 1990 y fue utilizada por León Febres Cordero durante su gobierno (1984-1988) para justificar la represión de sindicatos, estudiantes y comunidades indígenas. Estas leyes se convirtieron en herramientas fundamentales para el desarrollo de un modelo de neoliberalismo autoritario, en el que el Estado no solo promovía políticas económicas de corte neoliberal, sino que también empleaba la represión como un medio de coerción funcionalista para los mercados.

En la ejecución de este proceso se debe destacar el rol que cumplió la Escuela de las Américas como institución estadounidense encargada de la capacitación y adiestramiento de oficiales de los ejércitos latinoamericanos en estrategias, métodos y técnicas para combatir a la insurgencia armada y el narcotráfico. Según los registros oficiales 3.000 personas entre policías y militares de todos los rangos pasaron por los cursos de esta institución, que publicaba manuales de contrainsurgencia, guerra irregular e interrogatorios en los que son legitimados sofisticados métodos de tortura, entre ellos el Human Resource Exploitation. Training Manual elaborado por la CIA en 1983 (Jaramillo, 2014).

El marco legal de represión instaurado desde la dictadura de Rodríguez Lara y el Triunvirato militar institucionalizó un legado de autoritarismo y criminalización de la protesta que fue esencial para consolidar el poder de un modelo neoliberal que, al reducir el papel del Estado en el ámbito económico, reforzaba simultáneamente el control estatal sobre la vida política y social del país. La continuidad de estas leyes represivas hasta la década de 1990 demuestra la influencia duradera de la dictadura militar en el aparato de seguridad del Estado en la forma en que el gobierno respondía a la disidencia y en la utilidad mercantil.

1.2. Gobierno de León Febrés Cordero y la violación de Derechos Humanos:

Este marco legal permaneció vigente con el gobierno de Febres Cordero, quien lo usó ampliamente para perseguir y neutralizar a los movimientos sociales y sindicales. Este periodo marcó la transición hacia un modelo económico centrado en la exportación petrolera, lo que preparó el terreno para las políticas neoliberales que serían implementadas en la década de 1980. El gobierno de Febres Cordero consolidó el modelo represivo heredado de la dictadura militar y lo adaptó a las políticas neoliberales promovidas por el Fondo Monetario Internacional (FMI). Además, su llegada al poder en 1984 representó un retorno al alineamiento con los intereses de Estados Unidos en América Latina, especialmente en el contexto de la lucha contra el comunismo.

El Frente de Reconstrucción Nacional (FRN) -alianza del Partico Social Cristiano, Partido Liberal Radical e independientes de derecha- con la que participaron en el proceso electoral fue la plataforma a través de la cual Febres Cordero implementó un programa de ajuste estructural que incluía la devaluación del sucre, la eliminación de subsidios, la privatización de servicios públicos y la entrega de concesiones mineras y petroleras a empresas extranjeras (Informe de la Comisión de la Verdad, 2010). Estas medidas, recomendadas por el FMI, profundizaron la desigualdad económica y despojaron a los sectores populares de sus derechos laborales y sociales (DPE, 2023).

Febres Cordero consolidó un gobierno alineado con los intereses de Estados Unidos, cuyo embajador intervino directamente en asuntos internos. Sin embargo, el elemento que distingue a este gobierno fue la dependencia de un aparato militar y policial que se encargaba de reprimir cualquier forma de protesta o resistencia a las políticas económicas del gobierno. La Ley de Seguridad Nacional, implementada inicialmente durante la dictadura, fue expandida y utilizada para castigar duramente a quienes se oponían a las políticas neoliberales.

Las huelgas, movilizaciones indígenas y manifestaciones fueron clasificadas como actos de subversión. Sin embargo, esta política represiva no solo perseguía a los líderes visibles de los movimientos sociales, sino que buscaba generar un clima de miedo que desalentara la participación activa de la ciudadanía en la política y que según Weinberger (1987), estas estrategias de seguridad nacional no solo consistían en una represión física, sino también en la construcción de una narrativa que moralizaba y estigmatizaba a los opositores como enemigos del Estado.

Uno de los mecanismos más brutales empleados por el gobierno fueron los "escuadrones volantes", que se configuraban como una élite policial y militar que estaban financiados por el sector público y privado con el objetivo de vigilar, fichar y perseguir a sindicalistas, académicos y religiosos sin ningún respaldo judicial, con acceso a armamentos modernos y operativos 24 horas al día. Según el Informe de la Comisión de la Verdad, estos escuadrones fueron responsables de numerosas violaciones de derechos humanos como torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas. La lógica detrás de estos grupos era erradicar cualquier forma de disidencia, lo que consolidaba una cultura de terror en la sociedad ecuatoriana (DPE, 2023). Esta estrategia responde a lo que Weinberger (1987) describe como la jerarquización de la seguridad nacional en la que el Estado prioriza la eliminación de cualquier amenaza percibida, incluso a costa de los derechos y libertades de sus ciudadanos.

La represión ejercida durante el gobierno de Febres Cordero no solo fue sistemática, sino que también contó con la complicidad de la estructura judicial y el sector privado. El Informe de la Comisión de la Verdad registra que el 68% de las violaciones de derechos humanos documentadas en el país desde el retorno a la democracia ocurrieron entre 1984 y 1988. Estas violaciones incluyeron torturas, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y ataques directos a la libertad de expresión y prensa (DPE, 2023). Según Wacquant (2010), en este contexto, los "aparatos de seguridad se convirtieron en el sostén del nuevo orden" (p.34), ya que la militarización de la seguridad pública permitía tanto la protección de los intereses económicos como el control de la sociedad mediante el uso de la violencia y la represión (Wacquant, 2010, p. 34).

El gobierno de Febres Cordero también institucionalizó la represión de la disidencia religiosa, particularmente contra aquellos identificados con la Teología de la Liberación. Este movimiento, que buscaba la justicia social y defendía los derechos de los pobres fue visto como una amenaza subversiva al orden establecido. Las fuerzas de seguridad realizaron allanamientos, detenciones arbitrarias y expulsiones de líderes religiosos que trabajaban con comunidades marginadas. Esta persecución sistemática reflejaba la alineación de Ecuador con los principios anticomunistas de la política exterior de Estados Unidos, reforzando un modelo de gobernanza en el que los derechos humanos eran sacrificados en nombre de la seguridad nacional y la estabilidad política.

Estas medidas afectaron profundamente a los sectores populares y comunidades indígenas, cuyos territorios fueron expropiados y contaminados. La falta de inversión social, derivada de la priorización del pago de la deuda externa y la reducción del presupuesto para educación y salud, aumentó las desigualdades sociales (Defensoría del Pueblo de Ecuador, 2019). Este modelo neoliberal, descrito por Harvey (2007) como "hostil a toda forma de solidaridad social que entorpezca la acumulación de capital" (p.15), fue implementado de manera violenta, donde el Estado, a través de sus aparatos de seguridad, reprimió toda oposición a estas políticas. Según la Defensoría, la criminalización de la protesta social se convirtió en una estrategia para contener las demandas de los sectores vulnerables.

La Comisión de la Verdad en Ecuador fue establecida en 2007 con el objetivo de esclarecer las violaciones a los derechos humanos cometidas entre 1984 y 2008. Según el Informe final, la Comisión documentó más de 600 testimonios y revisó 300,000 documentos, identificando 118 casos de graves violaciones, incluidas desapariciones forzadas, torturas, violencia sexual y ejecuciones extrajudiciales (Comisión de la Verdad, 2010). La tarea de esta Comisión fue esencial para recuperar la memoria histórica del país y ofrecer una narrativa documentada de los hechos, buscando reparar el daño causado y evitar la repetición de tales abusos.

Entre 1984 y 1988, Ecuador experimentó una de las etapas más dolorosas en términos de violaciones a los derechos humanos. Se registraron altos números de detenciones arbitrarias, torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, concentrados en gran medida en los años 1985, 1986 y 1987, cuando la represión estatal alcanzó su punto máximo. Algunos datos del Informe de la Comisión de la Verdad revelan la magnitud y el carácter sistemático-organizado de las estructuras públicas y privadas en la represión.

Entre los años 1985 y 1987, se produjeron el 76% de las detenciones arbitrarias del período 1984-2008, lo que refleja una política sistemática de intimidación y control. Estas detenciones se utilizaron como herramienta de castigo y disuasión, buscando atemorizar a quienes intentaban ejercer su derecho a la protesta social o expresaban opiniones contrarias al gobierno. En el mismo período, se concentraron el 73% de los casos de tortura, afectando a más de 365 personas. La práctica de la tortura no solo fue un medio de obtener información de los disidentes, sino también un método brutal para quebrar psicológicamente a los líderes sociales, sindicales y comunitarios, fomentando una atmósfera de miedo y represión.

Se reportaron 86 víctimas de violencia sexual, de las cuales el 67% se produjeron entre 1985 y 1987. Este dato subraya cómo la violencia de género fue utilizada de manera estratégica como arma de represión, apuntando no solo a los individuos, sino también a sus familias y comunidades, en un intento de desmovilizar a sectores específicos de la sociedad ecuatoriana. El informe documenta 17 casos de desapariciones forzadas y 68 víctimas de ejecuciones extrajudiciales, especialmente concentradas en 1985 y 1986. La desaparición y ejecución de personas en este contexto constituye uno de los crímenes más atroces, pues no solo priva a las víctimas de su vida y libertad, sino que genera un impacto profundo y duradero en sus familias y comunidades. Estas cifras reflejan la crudeza y la sistematicidad de un estado represivo, que bajo el paraguas de la Doctrina de Seguridad Nacional justificó la persecución y exterminio de toda expresión de oposición. 

1.3. El gobierno de Noboa: guerra, crisis y persecución.

El gobierno de Daniel Noboa ha instaurado en Ecuador un régimen de excepción permanente disfrazado de legalidad, bajo la figura del conflicto armado interno (CANI), decretado por primera vez el 9 de enero de 2024 mediante el Decreto Ejecutivo 111. Este acto, que habilitó la movilización nacional de las Fuerzas Armadas, no solo carece de sustento jurídico conforme al derecho internacional humanitario, como advierten organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales, sino que ha desatado una política de guerra interna. La categoría de conflicto armado interno no solo ha sido utilizada como una figura jurídica ambigua para legitimar la presencia militar en las calles, sino que ha dado paso a un régimen de gobierno fundado en la guerra como forma de destrucción de la política.

Según Ignacio Abello (2003) a partir de Michel Foucault, la guerra no es aquí una continuación de la política por otros medios, como sostenía Clausewitz, sino su suspensión radical. Es el final de la política: una forma de imponer unilateralmente condiciones al vencido, negándole la posibilidad de participar en el mundo de "la paz" que impone el vencedor. La guerra, y en este caso, su invocación legal mediante decretos y leyes punitivas, borra al otro como interlocutor político y lo convierte en un enemigo a quien se le ha arrebatado la palabra, la lengua y el derecho a existir políticamente.

En este marco, el gobierno de Noboa ha definido al "enemigo" discursivamente como el grupo armado organizado, el narco, la economía criminal, pero en la práctica, como lo evidencia el informe del Comité Permanente por los Derechos Humanos (2024), los verdaderos enemigos de la guerra interna son niños, adolescentes afrodescendientes y jóvenes de territorios empobrecidos, personas racializadas y poblaciones periféricas, como demuestra el caso de las 42 personas detenidas desaparecidas en la costa ecuatoriana. La represión ha incluido allanamientos sin orden judicial, uso excesivo de la fuerza, tortura física y psicológica, amenazas con armas y gas, y la construcción de un orden jurídico donde los militares pueden actuar sin control judicial ni rendición de cuentas. Esta no es una política de seguridad, sino un régimen de dominación sin concesiones, que busca silenciar la disidencia, generar las condiciones máximas de acumulación del capital y aplastar las condiciones mismas de la política.

En las dos primeras semanas de su segundo gobierno, Noboa ha encendido dos alarmas que reconfiguran el orden constitucional y profundizan la deriva autoritaria: el envío a la Asamblea del proyecto de Ley Orgánica para Desarticular la Economía Criminal Vinculada al Conflicto Armado Interno y la aprobación para reformar la Constitución respecto al ingreso de tropas extranjeras y la instalación de bases militares. Ambos hechos revelan una estrategia de militarización de la vida civil, institucionalizada bajo la retórica de la seguridad.

El título del proyecto de ley sugiere una intención de combatir las finanzas del crimen organizado, pero su contenido real dista mucho de ser una política económica. Se trata, en cambio, de un marco jurídico de excepcionalidad permanente que redefine la relación entre ciudadanía y Estado, habilitando una lógica bélica basada en el concepto de conflicto armado interno (CANI). La ley parte de una narrativa que presenta al país en guerra contra estructuras criminales que habrían alcanzado tal grado de organización que justificaría su tratamiento bajo normas del derecho internacional humanitario. Sin embargo, el enfoque no está dirigido a desmantelar los circuitos financieros del crimen ni a sofisticar los mecanismos de control institucional. En su lugar, instituye un escenario de guerra interna construido sobre supuestos erróneos: presenta al crimen como una fuerza externa, invasiva, desconectada del aparato estatal, y omite el hecho (documentado por investigaciones, informes oficiales y periodistas) de que el crimen organizado en Ecuador opera desde dentro del Estado, infiltrando estructuras como la Policía Nacional, Fuerzas Armadas, Fiscalía, sistema judicial, centros penitenciarios y gobiernos locales.

En este contexto, permitir que estas mismas instituciones, ya profundamente corroídas, actúen bajo un régimen de amplísima discrecionalidad no es una solución, sino una profundización del problema. La ley otorga al Ejecutivo mayores facultades y sin controles, se introducen definiciones amplias y arbitrarias sobre la "organización" y la "intensidad de violencia" de los supuestos enemigos, dejando su interpretación al reglamento. Se reconocen como enemigos a guerrillas, autodefensas, paramilitares y "otros grupos", categoría ambigua y altamente peligrosa.

El resultado es una suspensión práctica de los derechos y garantías constitucionales. Las fuerzas armadas podrán operar con armas de guerra en cualquier territorio sin declaratoria de excepción. Esto resucita la doctrina del enemigo interno que legitimó la represión durante las dictaduras militares y durante el gobierno de León Febres Cordero, donde la ley se convirtió en un instrumento para perseguir opositores. Las similitudes son inquietantes: detenciones sin pruebas, allanamientos sin orden judicial, creación de juzgados especiales, y lo más grave, indultos automáticos al personal del "Bloque de Seguridad", institucionalizando la impunidad por violaciones a los derechos humanos.

Así, el proyecto no apunta a desarticular economías criminales, sino a militarizar la vida civil, concentrar el poder en el Ejecutivo y perpetuar la ficción de un Estado "inmaculado" que combate amenazas externas, cuando en realidad el conflicto es interno al propio Estado, capturado por lógicas mafiosas. Lejos de proteger a la población, la ley convierte a los territorios empobrecidos, estigmatizados como focos de violencia, en zonas de guerra donde las garantías constitucionales serán suspendidas de facto.

Esta estrategia se inscribe en una lógica más amplia: la reactivación de la Doctrina de Seguridad Nacional en clave neoliberal, donde no se requiere ideología ni reivindicación política para ser considerado enemigo. Basta con representar una amenaza territorial, simbólica o de organización social. El contexto internacional refuerza esta deriva autoritaria. La Ley coincide con el reingreso geopolítico de Estados Unidos a América Latina, especialmente en zonas estratégicas como el corredor andino del Pacífico. Ecuador ha retomado acuerdos de cooperación militar, ha autorizado la presencia de tropas extranjeras en suelo nacional y buscar reformar la Constitución para permitir el ingreso de tropas extranjeras. Como ha advertido Grandin (2006), en momentos de crisis institucional en América Latina, EE.UU. impulsa modelos de estabilización que combinan apertura neoliberal, control militar y disciplinamiento social. El Ecuador de Noboa se perfila como nuevo laboratorio de seguridad hemisférico y el derecho como tecnología de guerra.

No se trata simplemente de una ley inconstitucional o de una política equivocada. Se trata de una mutación profunda del orden democrático, que reactiva los dispositivos más perversos del autoritarismo criollo bajo un nuevo lenguaje y con nuevos pactos globales, pero con los mismos actores centrales: los militares. El proyecto de ley normaliza que el Ejército intervenga en la vida cotidiana, gestione territorios, administre justicia y decida, en la práctica, quién vive y quién muere. Esto no ocurre en un vacío institucional: sucede en un país con altos niveles de corrupción judicial, sin control parlamentario real sobre las fuerzas del orden y con un Ejecutivo que concentra poder. Otorgar poder militar en estas condiciones no refuerza la seguridad, sino que acelera el colapso del Estado: se desdibujan las fronteras entre poder civil y militar, se institucionaliza la impunidad y se vacía de contenido el principio de soberanía popular. La fuerza sustituye al juicio. La obediencia jerárquica reemplaza al debate político. La guerra se vuelve la forma de gobierno.

REFLEXIONES FINALES:

El impacto de las doctrinas de seguridad nacional en América Latina, y particularmente en Ecuador debe entenderse como una expresión concreta de las dinámicas de poder impuestas durante la Guerra Fría. Estas políticas sirvieron para consolidar la hegemonía de Estados Unidos en la región, utilizando el discurso de la "seguridad" para justificar intervenciones económicas, políticas y militares. En Ecuador, este proceso se tradujo en una estructura estatal que priorizó la represión interna y la defensa de los intereses de las élites nacionales y extranjeras en detrimento de la soberanía y los derechos humanos.

El neoliberalismo autoritario en Ecuador se construyó sobre estructuras represivas heredadas de la dictadura militar y se profundizó durante el gobierno de Febres Cordero. La relación entre políticas económicas neoliberales y represión estatal demuestra cómo el autoritarismo se convirtió en una herramienta fundamental para la implementación del modelo económico. Eso muestra paralelismos con el proyecto de ley impulsado por el gobierno de Daniel Noboa que no puede entenderse como una anomalía coyuntural, sino como parte de un proceso histórico más amplio: el tránsito del Plan Cóndor al Plan Fénix, que actualiza sus métodos bajo las condiciones del neoliberalismo punitivo. Esta mutación no rompe con el pasado, sino que hereda y reactiva los dispositivos represivos en clave contemporánea, ahora legitimados por el discurso de la "seguridad ciudadana", la "guerra contra las economías criminales" y el "conflicto armado interno". Cambian las narrativas, pero se mantiene el enemigo interno, la excepcionalidad como norma y la militarización como forma de gobierno.

Sin embargo, para comprender a fondo esta transformación es necesario ir más allá del análisis institucional y jurídico. La militarización, la excepcionalidad legal y la expansión del poder punitivo responden a una racionalidad económica: son estrategias para sostener un modelo de acumulación en crisis, en el que la caída de la tasa de ganancia obliga al capital a intensificar los mecanismos de control territorial, despojo y disciplinamiento social. La represión no es solo una reacción a la violencia, sino una forma de garantizar las condiciones de valorización del capital en contextos donde la rentabilidad ya no puede sostenerse por medios pacíficos. Todo aquello que impida la extracción de recursos, la precarización laboral o la financiarización de la vida, desde las comunidades organizadas hasta los cuerpos disidentes fue y será una amenaza, convertido en "enemigo interno" y ahora tratado bajo una lógica bélica.

En Ecuador, la historia reciente demuestra que la violencia estatal no ha sido una excepción, sino una técnica recurrente de gobierno, que reaparece cada vez que los sectores populares se convierten en obstáculo para los intereses del capital. Desde las masacres carcelarias hasta la criminalización de la protesta, pasando por la persecución judicial a líderes sociales y territorios en resistencia, el modelo estatal ha privilegiado sistemáticamente la seguridad sobre la vida y el castigo sobre la justicia.

Frente a esta realidad, la memoria no es un simple acto de evocación, sino un campo de disputa. Recordar las luchas, las resistencias, los pactos rotos y las heridas abiertas es también una forma de desobedecer al presente, de interrumpir el relato oficial que convierte la violencia en destino y la represión en necesidad. Como advierte Walter Benjamin, el deber de los vivos no es solo con el futuro, sino con los muertos: hacer justicia con aquellos que cayeron sin haber sido escuchados, y evitar que la barbarie vuelva a repetirse como normalidad disfrazada de orden.

Pero la memoria, por sí sola, no basta. La gravedad del momento actual exige una acción colectiva, decidida y multiterritorial, que combine la calle, el derecho, la academia, el arte, las redes, las asambleas y las pedagogías populares. El combate al neoliberalismo autoritario con su racionalidad punitiva, su Estado mínimo para los pobres y su derecho máximo para los ricos no se dará en un solo frente, ni con un solo lenguaje. Es imprescindible seguir disputando el derecho desde dentro, reinterpretando sus herramientas y defendiéndolo como escudo para los pueblos, pero también rompiendo sus límites desde fuera, en las calles, en los cabildos, en los medios comunitarios, en las universidades críticas, en las radios libres y en los territorios que resisten.

La historia no está cerrada. Como dijo Rosa Luxemburgo, el futuro sigue siendo una elección entre socialismo o barbarie. Y en Ecuador, como en toda Nuestra América, el horizonte democrático no se construirá desde arriba ni se garantizará con decretos: se sostendrá en la capacidad de los pueblos para recordar, organizarse, desobedecer y soñar un orden distinto. Por eso, en tiempos donde se normaliza la excepcionalidad, recordar es un acto subversivo, resistir es un acto constituyente y luchar en todos los ámbitos es una necesidad urgente y vital.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Abello, Ignacio. 2003. El concepto de la guerra en Foucault. Revista de Estudios Sociales, n.o 14 (febrero): 71–75. Bogotá: Universidad de Los Andes. Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=81501407

Benjamin, Walter. 2008. Tesis sobre la filosofía de la historia. Traducción de Bolívar Echeverría. México: Itaca.

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Defensoría del Pueblo de Ecuador. (2019). Informe anual sobre derechos humanos en Ecuador. Quito: DPE.

Grandin, G. (2006). Empire’s Workshop: Latin America, the United States, and the Rise of the New Imperialism. New York: Metropolitan Books.

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LaFeber, W. (1993). Inevitable Revolutions: The United States in Central America. New York: W.W. Norton & Company.

Luxemburgo, Rosa. 1971. Reforma o revolución. Buenos Aires: Ediciones Pluma.

Peñafiel, J. (2015). La represión en Ecuador: Un análisis histórico y social. Revista de Estudios Sociales, (12), 23-45.

Wacquant, L. (2010). Castigar a los pobres: El gobierno neoliberal de la inseguridad social. Siglo XXI Editores.

ANEXO 1: 

Fuente: Ediciones Legales

ANEXO 2:

Fuente: Ediciones Legales


[1] Todo lo desarrollado respecto a: leyes de la dictadura militar y el periodo de León Febres Cordero fue presentado previamente por la autora en una ponencia denominada: "Crónicas de un «Neoliberalismo Autoritario» anunciado. Seguridad, represión y memoria: un modelo para des-armar" Organizado por: Milnovecientosochentaycuatro en el Centro Cultural Metropolitano de Quito en 2024.

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