Juan Esteban Avila Saavedra.
Universidad del Tolima.
Ciencia Política.

“Muy temprano, al día siguiente, vi que mi hermano se botaba de la cama tarareando una canción que decía: y si pretenden remover las ruinas que tú misma me hiciste, solo hallarás de todo lo que fue mi amor. Estaba alegre porque iba a despescuezar godos”
-Jaime Jara Gómez.

“La guerra de Villarrica fue una historia con tres escenarios: los evacuados, que solo tuvieron tres horas para empacar lo que pudieron y salir de su pueblo; los civiles, que voluntariamente o por presión de los guerrilleros salieron por el monte con destino a Icononzo o a Galilea; y los guerrilleros, que hicieron resistencia durante los nueve meses que duró la confrontación.”
-Sara Camila Prada.




De ninguna manera debemos prescindir de los inclementes sucesos que atraviesan la desgraciada historia de nuestro país. En lo subnacional, los relatos de las víctimas resultan claves a la hora de esclarecer lo que en realidad sucedió. El desconocimiento de lo ocurrido en la Guerra de Villarrica constituye un síntoma más de ese maldito olvido el cual aún perdura en la sociedad, como si dando pasos al costado e ignorando completamente lo devastado podríamos seguir adelante, como si no fuera suficiente el dolor de las víctimas, que ahora pretendemos despojarlas nuevamente de lo que alguna vez fueron y lo que lograron construir luego de cada una de sus tragedias. Lo que pretendo aquí, es realizar un pequeño aporte al laborioso proceso de construcción de memoria subalterna, exponiendo las razones por las cuales, según los relatos recopilados, pudo haber estallado el conflicto armado, al igual de las repercusiones posteriores en lo conocido como “La Guerra de Villarrica” en la década de los 50 en el Sumapaz cunditolimense.

Para empezar, resulta necesario tener en cuenta el principal germen de buena parte de los problemas sociales que alimentaron el conflicto armado, ya que, contrario a lo que muchos creen, este no corresponde a una justificación partidaria. Siguiendo a Alfredo Molano, uno de los más representativos exponentes de la sociología de la colonización, debemos entender a las luchas por la tierra como el factor determinante para el inicio, desarrollo y prolongación del conflicto armado en el país.

La oligarquía de la época, representada en la Hacienda y su entramado de injusticias que la sustentan, serán el motivo principal que permitirá el escalamiento del conflicto armado en el país. Según Darío Fajardo, estos grupos de poder se han encargado de generar distintas estrategias para lograr separar “a las comunidades de sus tierras y territorios tradicionales y limitar el acceso a los mismos mediante procedimientos en los que se han combinado el ejercicio sistemático de la violencia con políticas de apropiación y distribución de las tierras públicas.” (Fajardo, 2014, pág. 6). La reproducción del latifundio a costa del despojo, y las pésimas condiciones de vida producto de las largas jornadas laborales, son un ejemplo de lo que la población campesina tuvo que vivir para dar los primeros pasos hacia su colectivización.

A partir de allí, los campesinos empiezan la lucha por la apropiación y el reconocimiento de las tierras ocupadas por la Hacienda, hallando en las Ligas Campesinas una manera contundente de colectivizarse, “las ligas dieron una nueva orientación: rozar para sembrar, sin respetar las tierras en la montaña que las haciendas reclamaban”, así lo narraba Isauro Yosa,[1] más conocido como el Mayor Lister, quien en ese entonces era un dirigente campesino y posteriormente uno de los precursores de las FARC- EP.

A partir del Bogotazo, suceso ocurrido el 9 de abril de 1948, se recrudece la violencia Estatal conservadora hacia la población civil. En un país mayoritariamente Liberal, miles serán masacrados bajo la excusa de “restar la diferencia”, posicionando, bajo la influencia de las armas al partido Conservador como la principal fuerza partidaria en el país. 

En los gobiernos posteriores a la muerte de Gaitán, la represión se convierte en orden. Según Mauricio Archila (1995),  “en este clima de terror no eran muchas las posibilidades para expresiones pacíficas de protesta” (pág. 69).   Ello explica la decisión de los campesinos de armarse, quienes, llegando a un acuerdo con los grandes hacendados liberales, los cuales también se encontraban en peligro debido al constante asedio de la policía chulavita, financiada por los terratenientes conservadores, que buscaban apoderarse de sus tierras. 

Dicho acuerdo se concreta en la Hacienda el Davis, dando paso a la clásica distinción entre dos facciones: los limpios y los comunes; a grandes rasgos, los limpios, estaban conformados por hacendados liberales y los comunes por campesinos señalados de ser comunistas. Ambos bandos operarán en conjunto, pero cada uno tendrá comandantes distintos. Esto pronto creará rupturas: en los limpios, se da un trabajo en donde lo político no está presente, y su accionar estará caracterizado en tomar botín en cada una de las incursiones, o el tema de las armas, las cuales pertenecían a quién las obtuviera en combate. Caso contrario a los comunes, en donde su trabajo tenía un objetivo político sólido, los cuales, mediados por la justicia social se distribuían las armas conseguidas según las necesidades de combate.

Dicha distinción resultará clave porque, con la llegada de Gustavo Rojas Pinilla al Poder en el año 1953, y las amnistías ofrecidas por parte de su gobierno, solo los liberales limpios decidieron acogerse a ellas completamente. Contrario a los liberales comunes, quienes sabían que si entregaban todas sus armas estos serían asesinados por su influencia en las luchas por la tierra, terminando traicionados por un gobierno que halló en medio del radicalismo de predecesores tales como Mariano Ospina, Laureano Gómez y Roberto Urdaneta, una manera de encontrar un acuerdo entre elites partidistas, las cuales no tenían ninguna representación político-burocrática en dichos gobiernos.

Si bien las cosas parecían tener otro aire, ya que el lema empleado por Rojas Pinilla en sus primeros meses al mando representó una pequeña luz de esperanza para los campesinos, quienes en un principio eran testigos de los panfletos que descargaban los aviones a su territorio, anunciando que mejores tiempos vendrán. Esa “paz, justicia y libertad” prometida nunca llegó, y poco a poco Rojas Pinilla empezó a mostrar su verdadero rostro autoritario. 



Canaguaro (1981), película del director chileno Dunav Kuzmanich, logra condensar las dinámicas propias en la que se encontraba los llanos orientales durante la época de La Violencia, las cuales no se están muy alejadas respecto a las vividas en el sur del Tolima y en el Sumapaz Cunditolimense. Kuzmanich, muy al estilo de los Spaghetti Western, mostrará la historia de una comisión guerrillera que debe pasar por un largo viaje en búsqueda de unas armas, viviendo así enfrascados en la burbuja que significó el cumplimiento de su misión. La sorpresa, es que en medio de su travesía, Rojas Pinilla toma el poder, y todos sus esfuerzos han sido en vano.


La cruzada antiliberal desaparece una vez llega Rojas Pinilla al poder. Reflejando la influencia del contexto internacional producto de la Guerra Fría: la guerra contra el comunismo se convertirá en la principal bandera del gobierno en cuestiones de seguridad nacional. Sanín, (2015), identifica que, “nuestros conflictos parecen haber obedecido a dos lógicas institucionales, una relacionada con la proverbial "ausencia del estado" y otra con la forma concreta que adquirió su presencia” (págs. 9-10). Pues bien, los aparatos represivos y las decisiones antidemocráticas por parte del Estado serán el único despliegue institucional efectivo en las regiones. En 1954 se declara ilegal el Partido Comunista Colombiano, y además, por primera vez, será el ejército quien cumplirá un papel activo dentro del conflicto armado, convirtiéndose en el principal actor de violencia por parte del Estado a la población civil, descontinuando así a la policía chulavita, quien era la encargada de hacer lo propio en el gobierno conservador.

Lo anterior, explica la determinación de los comunes a no acogerse por completo a dicho proceso de entrega de armas. Ese periodo de incertidumbre tan solo representó un tiempo de preparación de ambos bandos para llevar a cabo un confrontamiento en el año 1955. Todo este oscuro contexto termina por intervenir nuevamente en las lógicas subnacionales, y es aquí en donde debemos remontarnos al oriente del Tolima, más exactamente en el municipio de Villarrica.

Previamente, los comunes deciden desplegarse, entre las cuatro comisiones, una de ellas, comandada por el Mayor Lister y Alfonso Castañeda “Richard”, estará situada en Villarrica, uno de los municipios más influenciados demográficamente por procesos los de colonización vividos en los años 30 en buena parte del país.  Con su llegada, estos guerrilleros y su grupo se encuentran con Juan de la Cruz Varela, líder de la resistencia campesina en la región, fortaleciendo así los grupos de autodefensa campesina en el Sumapaz cunditolimense. Configurando, tras la sorpresiva captura del Mayor Lister, un brazo armado del entonces Partido Comunista Colombiano: el Frente Democrático de Liberación Nacional, quien será el actor armado de corte agrarista y campesino encargado de defender a la población civil del inminente ataque del ejército.

Como bien se nombró antes, la captura del Mayor Lister por parte del ejército, ocasionó que se perdiera toda opción de diálogo con el gobierno. La macartización sobre la región se fue agudizando, la represión violenta y cruenta por parte del ejército hacia los campesinos, hizo que estos se tomaran las armas. Los mismos aviones que lanzaban panfletos prometiendo “paz, justicia y libertad”, un 4 de abril de 1955, se encargarán de anunciar a la zona del oriente del Tolima y al Sumapaz cundinamarqués, como una zona de operaciones militares, dando inicio oficialmente a la Guerra de Villarrica, según Herrera (2017)“de un día para otro, los habitantes de Villarrica vieron llegar tanques de guerra, aviones militares y cerca de 9.000 soldados, incluidos varios de los que habían llegado de la guerra de Corea.” (págs. 41,42).
En esta guerra, las circunstancias ameritaban apelar al ingenio popular, allí todo habitante tenía una tarea la cual debía cumplir, la necesidad de defender la vida y la de los demás imperaba. Con el testimonio de Jaime Jara (2017), podemos ver una población civil que participa activamente en el conflicto, en donde

“los jóvenes y las mujeres serán la retaguardia de la guerra, unos servirán para encomenderos de los diferentes puestos de combate, las mujeres prepararán comida, verán la ropa y serán un baluarte importante en la revolución. Pero eso sí, la disciplina será obligatoria para todos” (pág. 70).

Entre las tácticas de resistencia usadas por la guerrilla, se encontraba la llamada Cortina, una fila de combatientes atrincherados en sitios clave que atravesaban buena parte del territorio del oriente tolimense hasta llegar al municipio de San Bernardo, departamento de Cundinamarca. Allí, durante nueve meses que duró la guerra, “los hombres reemplazaban a los hombres, las mujeres a los hombres, los niños a las mujeres. Todo el mundo tenía un puesto y una hora” (Molano, 2017, pág. 78), todo ello para cumplir el objetivo de no dejar pasar el ejército a los sitios en donde la guerrilla ejercía presencia.

Así pues, debemos entender a la Guerra de Villarrica como la primera forma de enfrentamiento armado en el país que se da bajo las lógicas de las políticas internacionales impuestas posteriores a la Segunda Guerra Mundial: las bombas napalm, tan representativas en años posteriores en la Guerra de Vietnam, evidenciaron la intervención extranjera en la guerra. Veredas destrozadas producto de días de constantes bombardeos, que, si bien destruían, no significaban golpes certeros a la guerrilla. Jaime Jara, cuenta su experiencia:

“Cortando plátanos llegamos muy cerca de donde había caído una bomba incendiaria. Causaba pavor ver ese desastre en el sitio, pues, donde había caído, era un peladero total y unos doscientos metros a la redonda estaban todas las matas de café y plátano totalmente quemadas” (pág. 100)

Tras aproximadamente nueve meses de combates, la guerra acabó. La guerrilla y población civil quedaron sitiadas. Los sitios más claves de la cortina, poco a poco fueron abandonados debido a la falta de víveres y el daño tanto físico como mental de los bombardeos que sin bien no generaban bajas, sí resultaban desgastantes, estos enfermaban: fiebres y alucinaciones eran los padecimientos diarios tanto de los guerrilleros como de los civiles.

Con el repliegue de la guerrilla, era inminente la ocupación del territorio por el ejército, ello derivó en el éxodo masivo de la población. Las llamadas “columnas en marcha”, constituidas por cientos de familias que emprendieron camino desde Villarrica hacia veredas como el Pato, Guayabero y el Duda. La trágica travesía que significaba pasar sobre el Bosque de Galilea, es tan solo una de las numerosas desdichas por las cuales tuvieron que pasar.

El hambre exacerbaba la zozobra, “no había comida, no había ropa, y no había droga para atender la salud que se había tornado crítica. Los niños eran los primeros en sufrir las consecuencias debido al alto grado de desnutrición” (Gómez, 2017, pág. 152). Las bajas que no pudo ocasionar el ejército directamente, si las logró conseguir gracias al hambre que, junto a el ensordecedor ruido de los aviones, que sin importar lo que sucedía en tierra, se dedicaban a hostigar constantemente a la población con sus bombardeos y ametrallamientos indiscriminados, “todos los días nos mantenían desde el amanecer hasta en la noche a pura ración de bombas” (Gómez, 2017, pág. 140).

En definitiva, la Guerra de Villarrica constituye un suceso histórico que no es tenido en cuenta y que a su vez resulta importante para entender la configuración posterior del conflicto armado colombiano en los años venideros, teniendo en cuenta que este es el principal antecedente de lo que tiempo después, en 1964 se llamará Operación Soberanía en la República Independiente de Marquetalia, dando paso a la creación de las FARC en el sur del Tolima.  

Así pues, la Guerra de Villarrica es una historia de despojo, de constante desarraigo, un acontecimiento que el mismo tiempo se ha encargado de olvidar. He ahí la importancia rescatar los relatos de las personas que en carne propia tuvieron que padecer estos sucesos, quienes nos dan a entender que la paz es más ancha, su mirada territorial de la violencia así lo deja ver. Tal es el caso de Jaime Jara Gómez, persona aquí citada, además del sociólogo Alfredo Molano, el cineasta Dunav Kuzmanich y Sara Camila Prada, que han realizado un valioso aporte en ese proceso de construcción de memoria subalterna.

Bibliografía

Archila, M. (1995). PROTESTAS SOCIALES EN COLOMBIA 1946-1958. Bogotá: CINEP.
Fajardo, D. (2014). Estudio sobre los orígenes del conflicto social armado, razones de su persisitencia y sus efectos más profundos en la sociedad colombiana. Bogotá: Universidad Externado de Colombia.
Gómez, J. J. (2017). Cuadernos de la Violencia. Memorias de Infancia en Villarrica y Sumapaz. Bogotá: Cajón de Sastre.
Herrera, S. (2017). Una Guerra Sin Memoria. Villarrica, Tolima, 60 años de Resistencia Campesina. Bogotá: Universidad Javeriana.
Molano, A. (2017). Trochas y Fusiles. Bogotá: Debolsillo.
Gutiérrez Sanín, F. (2015). ¿Una historia simple? Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia. Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas., 498–540.




[1]Testimonio recogido por Alfredo Molano en su libro Trochas y Fusiles. Véase en (Molano, 2017, pág. 17).


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