Por: Santiago Pulido Ruiz
La fragmentación y balcanización de Italia condujo a
que Antonio Gramsci teorizara en torno al problema de la unidad nacional y la
unidad de clase. Para el teórico marxista, la política se desenvuelve,
generalmente, en dos instancias: la primer, como un momento corporativo en el
cual la lucha de clases adquiere un carácter de conflicto de intereses
sectoriales y reivindicaciones inmediatas; la segunda, como un momento
ético-universal en el cual la lucha de clases desencadena grandes procesos
de transformación estructural. Estos dos momentos, advertía Gramsci, pueden
caminar por veredas separadas, pero en coyunturas de crisis orgánica se
confunden entre sí: convirtiendo los intereses particulares de la clase
trabajadora en un proyecto universal y en un programa de unidad nacional.
De forma similar, Rosa Luxemburgo concibió el carácter
de la huelga de masas. Para la revolucionaria polaca, en momentos específicos
de la lucha de clases, los niveles de conflictividad desbordan los momentos
corporativistas-economicistas de las reivindicaciones de clase (al estilo
sindical) y asumen un carácter universal. Precisamente, la huelga de masas
encierra, en sí, todas las contradicciones (políticas - económicas) y pone en
el centro de la cuestión la crisis estructural y multidimensional del antiguo
régimen. Es decir, tanto Gramsci como Luxemburgo entienden que, en ciertos
momentos, la lucha de clases excede cualquier canal contenedor y resulta ser, a
la larga, un episodio inédito para construir lo desconocido.
En ese sentido, la idea del momento ético-universal
me parece clave para pensar las nuevas dimensiones de la lucha de clases en
América Latina. Mientras una nueva ola de gobiernos progresistas ha intentado
instalar (con muchos límites) agendas de reforma en torno a los regímenes de
trabajo heredados de los años 90’, su contraparte neoliberal ha buscado, por el
contrario, redoblar los rasgos de explotación. No obstante, en ambos casos, se
han enfrentado a una situación de empate de fuerzas: ni el progresismo ni el
neoliberalismo tienen en la actualidad la suficiente fuerza
institucional-legislativa para avanzar en su programa de reformas. Deben
acudir, necesariamente, a medidas extra-parlamentarias.
En el caso del progresismo, se ha intentado
tímidamente convocar al “pueblo trabajador” a defender los avances y conquistas
de su programa de reformas. La estrategia ha consistido, básicamente, en
presionar -a través de la movilización social- a los bloques parlamentarios que
cierran la posibilidad institucional de “cambio del sistema laboral”. En este
punto, los Gobiernos de López Obrador, Lula Da Silva y Gustavo Petro parecen
ser los más representativos. Guardadas las proporciones, los tres han intentado
confrontar (algunos con éxito y otros no) la radicalización neoliberal en los
parlamentos a través de la movilización popular. Desde su punto de vista, la
sociedad civil movilizada tendría la capacidad de desbloquear y destrabar los
nudos ciegos del neoliberalismo, para luego (una vez resuelta la situación de
empate de fuerzas) dejar el camino abierto a las reformas progresistas.
En el caso del neoliberalismo ocurre lo contrario: el
empate de fuerzas no intenta gestionarse a través de la movilización social,
sino radicalizando, por la vía autoritaria, las posiciones estratégicas en el
Estado capitalista. Los casos más representativos son, actualmente, el Gobierno
de Javier Milei y Daniel Noboa: ambos han pretendido avanzar (sin mucho éxito y
con mucha resistencia) en un plan de ajustes estructural que, además de
militarizar y recostar la crisis capitalista sobre las clases populares, elimina
las garantías básicas y conquistas mínimas del sistema laboral heredado de los
progresismos de primera ola.
Como es evidente, se trata de dos reformas laborales
en contraposición. El nuevo contrato laboral latinoamericano se disputa,
entonces, entre la recuperación de condiciones dignas de trabajo y el retorno
de la flexibilización y precarización. La clase trabajadora, entre tanto, queda
en medio de tal empate. Precisamente, es aquí donde el momento
ético-universal gramsciano cobra importancia: las reformas progresistas
pueden ser importantes para el avance democrático de derechos sociales y
populares, sin embargo, es aún más fundamental comprender los fines y medios en
esta coyuntura de empate catastrófico.
En los países
donde el progresismo ha estado dispuesto a reformar el régimen de trabajo
neoliberal, la clase trabajadora deberá acompañar este proceso, siendo
conscientes de sus estrechos márgenes y siendo conscientes de que el horizonte
de visibilidad no se reduce a pequeños ajustes dentro del modelo
capitalista-neoliberal. Por tanto, estos avances deben ir acompañados,
necesariamente, de procesos de reorganización de la clase trabajadora y un
nuevo proyecto revolucionario de unidad nacional.
En el caso de los países donde el reformismo
neoliberal ha resuelto la eliminación de los derechos laborales básicos, la
clase trabajadora deberá salir a confrontar el plan de ajustes y exigir que
sean las clases capitalistas quienes paguen la crisis. En todo caso, los
procesos de autoorganización obrera son (independientemente del carácter
progresista o neoliberal del gobierno) las únicas salidas en un tiempo en que
la crisis capitalista y la confrontación de sus clases dirigentes pretende reimplantar
la idea del “no hay alternativa”. Superar el impasse de las reivindicaciones
laborales inmediatas pasa, en ese orden de ideas, por reconstruir y reorganizar
el proyecto socialista: confrontando a nuestras clases dirigentes, sus reformas
regresivas y el apoyo mezquino al genocidio del pueblo palestino.
Es un momento, por lo tanto, de radicalización del programa socialista y revolucionario. Solo es posible avanzar en esa dirección cuando se articulen las demandas de los oprimidos y los desposeídos en un programa anticapitalista, anticolonial y antipatriarcal. En coyunturas disolución, sostenía René Zavaleta, la clase dominante se resguarda en el carácter más represivo del Estado capitalista e intenta anular a toda costa las conquistas democráticas de las luchas populares previas.
Por esta razón, este primero de mayo no debe ser,
simplemente, una conmemoración ni mucho menos una rememoración nostálgica de un
pasado enterrado, sino la reactivación de los proyectos revolucionarios y la
reconstrucción de un futuro prometedor. El episodio de la lucha de clases aún
está por empezar, solo la unidad de los de abajo puede dar un golpe de timón a
la historia y recuperarla para las clases populares.
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