Por: Santiago Pulido Ruiz

La reciente jornada de movilizaciones en contra de la “interinidad fiscal” de Martha Mancera y en contra de la turbia gestión del ex fiscal Francisco Barbosa ha puesto al país a discutir si la presión ciudadana en las calles representa (o no) una amenaza al principio liberal de independencia de las altas cortes. Las respuestas tanto del poder mediático como de la derecha no dudaron en calificar la movilización popular como un “golpe a la democracia” y un intento (programado desde el Gobierno Nacional) por desestabilizar el sistema de contrapoderes y romper, así, con la autonomía del sistema de justicia.

Sin embargo, las últimas decisiones de la rama judicial (principalmente, en lo relacionado con la dirección de la Fiscalía General de la Nación y en investigaciones de financiamiento electoral) indican lo contrario. Desde hace varios años, la ruptura del principio liberal de pesos y contrapesos viene, más bien, por cuenta del poder judicial: la Corte Suprema de Justicia, además de permitir la extralimitación de funciones del ex fiscal Francisco Barbosa en casos de persecución política, habilitó a Martha Mancera (segunda cabeza de la Fiscalía de Barbosa) como fiscal encargada bajo la figura de interinidad. Todo esto, luego de conocerse la estrecha relación tanto de Barbosa como de Mancera con redes del narcotráfico en el pacífico colombiano.

A pesar de las estridentes denuncias de tal vínculo, tanto la Corte como los principales voceros del establecimiento defienden un tipo de procesualismo judicial (figura de interinidad) que en nada altera el grado de descomposición de la Fiscalía. No importa si con esta decisión se pone en riesgo la columna vertebral del sistema de justicia o se blinda un modelo que opera en contubernio con el narcotráfico, pues, lo fundamental es que se conserve la libertad de competencias de la rama judicial. Con este tipo de decisiones, la Corte no hace otra cosa más que sostener, provisionalmente, un régimen de justicia basado en la corrupción, la persecución política y en la ampliación de las redes de influencia del narcotráfico.

Valdría la pena, entonces, cuestionarse si es la movilización popular la que está poniendo en riesgo y en vilo las formalidades democráticas. En este punto, es importante recordar que la movilización del pasado 8 de febrero no tenía otro objetivo más que dar a conocer el grado de descomposición institucional de la Fiscalía y exigir a la Corte Suprema de Justicia (CSJ) la elección de un nuevo fiscal por fuera de la órbita de corrupción de Barbosa (aspectos en los que coincide con el reciente comunicado de la Corte Interamericana de Derechos Humanos - CIDH). Desde todo punto de vista, las exigencias populares son válidas. Una sociedad que se pretenda mínimamente democrática no puede permitir que en la dirección de sus instituciones de justicia estén funcionarios ligados al poder del narcotráfico.

De cierto modo, los sectores más reaccionarios de la derecha han intentado utilizar los espacios estratégicos que aún conservan en el Estado (sobre todo en la rama judicial) para golpear al Gobierno Nacional y, con él, al proyecto de transformaciones y reformas sociales. No es casual, entonces, que las investigaciones sobre financiamiento electoral a la campaña “Gustavo Petro Presidente” se hayan acelerado en las últimas semanas y que, sobre todo, se impulse un proceso de persecución judicial contra los sindicatos de trabajadores y maestros.

Ahora bien, es cierto que las altas cortes desempeñaron un papel determinante en los años más oscuros de la política colombiana, por ejemplo, frenando la tercera reelección de Uribe o, más recientemente, blindando el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo. Sin embargo, de allí no se puede derivar que la rama judicial, con el pasar de los años, no haya entrado en un proceso de esclerotización o que por su condición de autonomía no esté abierta al escrutinio público. Recordemos que la característica principal de toda democracia moderna es la posibilidad de cuestionar, sin restricciones, el orden político y normativo. Todo aquello que limite esta posibilidad actúa en contra de las conquistas democráticas fundamentales.     

De modo tal que las movilizaciones, antes que representar una amenaza a la independencia del poder judicial, reclamaron para sí un principio democrático básico: el de contar con instituciones judiciales independientes y libres de la influencia del narcotráfico. Es decir, la movilización ha actuado sobre los cursos de la democracia formal, exigiendo un sistema judicial verdaderamente republicano. Es más, en un reciente comunicado, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) solicitó a la Corte Suprema de Justicia (CSJ) culminar prontamente la selección de la persona titular de la Fiscalía General de la Nación sin ningún tipo de interferencias o medidas de provisionalidad.  

A juicio del organismo internacional, la falta de designación de un titular en la Fiscalía podría debilitar el sistema de justicia colombiano. Nada distinto a lo que reclamó la Sociedad Civil movilizada el pasado 8 de febrero. En ese sentido, la Corte no está sufriendo ningún tipo de ataque a su independencia, es más, ha podido desarrollar sus funciones de elección sin ningún tipo de interferencia del poder ejecutivo. Lo que sí es cierto es que vive un cuestionamiento diametral (tanto del pueblo movilizado como de los organismos internacionales) frente a sus últimas decisiones respecto a la Fiscalía y respecto a la financiación electoral.    

En síntesis, la movilización popular no nace como una forma de hostigamiento a las competencias libres del poder judicial, más bien, surge como una medida de presión ante la evidente radicalización de la derecha y sus brazos judiciales. Desde hace mucho sabemos que la Fiscalía, principalmente en manos de Barbosa, opera como un aparato jurídico especializado en función de los intereses del bloque político dominante. Lo demostraron con el entrampamiento a desmovilizados de las FARC, con la criminalización de la protesta social en el 2021, con el falso montaje de los “Petro-dineros” y, ahora, con la persecución judicial y allanamiento a las sedes sindicales de Fecode. 

Todo este régimen de corrupción es el que ha interpelado la movilización popular del 8 de febrero. Desde luego, es una movilización que, aunque se convoca desde la alta dirección del Gobierno Nacional, tiene su propia autonomía. El desafío de transformar las instituciones judiciales (siempre al servicio de la oligarquía y los poderosos) no surge ahora con la elección del nuevo fiscal, sino que ha estado incrustado, desde hace décadas, en la agenda de lucha de nuestros pueblos. ¡Más vale reconocer la agencia de este nuevo movimiento!

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