Por: Santiago Pulido Ruiz
Se cumplen treinta años de la publicación de Tras las huellas del materialismo histórico (1983). En dicho trabajo, Perry Anderson analiza las transformaciones del marxismo occidental tras el advenimiento de Mayo del 68’ y el predominio intelectual de las ideas posmodernas en la izquierda y en los procesos de emancipación-transformación social. En este artículo nos proponemos señalar algunas consideraciones generales en torno a esta publicación y sus implicaciones políticas en nuestros días.
El marxismo como teoría autocrítica: cuestiones elementales
Anderson inicia su recorrido por el materialismo
histórico partiendo de un presupuesto fundamental: el marxismo, a diferencia de
cualquier otra tradición de pensamiento, tiene como principal característica la
autocrítica. Es decir, el marxismo desarrolla una teoría que, permanentemente,
se cuestiona a sí misma. Esto implica, según el autor, una teoría histórica en
un doble sentido: tanto del desarrollo histórico del régimen de acumulación y
producción capitalista como una historia interna de sus ideas y de su constelación
conceptual.
Es decir, el marxismo tiene la capacidad no solo de
explicar el mundo, sino, también, de explicarse a sí mismo. Esto es, dar cuenta
del origen de sus categorías de análisis y de su marco investigativo. Desde
luego, esta capacidad de historizar sus variables de estudio lo pone en
condición de ventaja frente a cualquier otra teoría. Esto hace del marxismo una
teoría histórica y autocrítica capaz de comprender su génesis y metamorfosis.
Según Anderson,
“la necesidad de una historia
interna complementaria de la teoría que mida su vitalidad en cuanto programa de
investigación guiado por la búsqueda de la verdad, característica de cualquier
conocimiento racional, es lo que separa al marxismo de cualquier variante del
pragmatismo o del relativismo”
Por lo general, las humanidades no poseen esta
movilidad autorreflexiva que permite explicar el origen de los modelos y variables
de investigación en función de sus propios conceptos. He ahí, precisamente, la virtud
que le ha permitido al marxismo (a pesar de sus derrotas históricas) mantenerse
en pie. Es, sobre todo, un modelo teórico que reflexiona sobre la historia de
sus impedimentos y avances.
Ahora bien, Anderson reconoce que estas “ventajas”
metodológicas y epistemológicas no producen, por sí solas, triunfos en el plano
político. De hecho, a pesar de tener un aparato teórico-conceptual
relativamente sólido, el marxismo vivió una serie de derrotas en el marco del
capitalismo avanzado de la Europa continental. El aislamiento y la supuesta
crisis del marxismo fueron, en sentido estricto, resultado de las derrotas de
la lucha obrera en Europa.
Tres situaciones históricas rodean tal aislamiento y
crisis: en primer lugar, el aplastamiento del levantamiento proletario de la
Europa central entre 1918 – 1922 (Alemania, Austria, Hungría e Italia); en
segundo lugar, la derrota de los frentes populares en la década de los 30’
(España y Francia); en tercer lugar, la derrota de los movimientos de
resistencia en Europa occidental en 1945-46. El boom de la posguerra,
“subordinó gradual e inexorablemente el trabajo al capital en las democracias
parlamentarias establecidas”
La suma de estas derrotas condujo, rápidamente, a un
desplazamiento del discurso marxista. Se pasó del sindicato y del partido a los
institutos de investigación. Es decir, las condiciones de derrota, junto con el
ascenso de un régimen de Estado altamente represivo, desplazaron el discurso
marxista de los espacios político-estratégicos al ámbito meramente
investigativo-universitario. Con esto, asegura Anderson, se debilitan los
grandes análisis económicos del capitalismo, decae el análisis del Estado
burgués, desaparece la discusión estratégica socialista y, en su lugar, nace un
discurso preocupado por las consideraciones filosóficas y estéticas del método
marxista “de carácter más epistemológico que sustantivo”
Se trató de una verdadera hipertrofia de la estética
por culpa de la atrofia de la política socialista. Sin embargo, la larga década
de los 70’ fue agotando el grado de importancia de esta tradición. Con el nuevo
ascenso de la lucha de clases, hubo un resurgimiento de las preocupaciones
ancladas a problemas prácticos y estratégicos. Anderson circunscribe dicho
resurgimiento en cuatro grandes debates: 1. Leyes del movimiento de producción
capitalista (Ernest Mandel); 2. Debate sobre la naturaleza (capitalista) del
Estado contemporáneo (Poulantzas, Miliband, Offe y Laclau); 3. Nuevos tipos de
estratificación social en el capitalismo tardío; 4. Naturaleza de los Estados
poscapitalistas del Este.
Puede decirse que la lucha revolucionaria instaura
(prioriza) nuevas preocupaciones políticas e intelectuales en el marxismo. No
quiere decir esto que la producción teórica asociada a las dimensiones
estéticas y epistemológicas realizadas en condiciones de relativa “normalidad”
y reflujo movilizatorio sean secundarias para la teoría y práctica
revolucionaria. Por el contrario, son cuestiones que, mientras fortalecen el
cuerpo teórico marxista, no deben representan un abandono del terreno de la
lucha de clases.
Ahora bien, a pesar de esta “reunificación” del
“núcleo duro” del marxismo, la reconciliación entre teoría marxista y práctica
revolucionaria no fue del todo exitosa. Este fracaso obedece, a juicio del
historiador inglés, a la ausencia de un pensamiento estratégico en la izquierda
de los países avanzados. No habría, según esto, una estrategia los
suficientemente ambiciosa alrededor de la transición de una democracia
capitalista a una de tipo socialista.
Contrario a lo que afirmaba el ambiente intelectual de
su época, Anderson se negó a considerar la supuesta “crisis” como una expresión
de “miseria de la teoría” (una teoría sin efectos prácticos). Se trataba, más
bien, de una miseria de la estrategia (vacío táctico de la práctica
revolucionaria). Así las cosas, la “crisis del marxismo” era, en realidad, la
crisis de un marxismo política y geográficamente delimitado: Francia, España e
Italia.
Alrededor de esta área cultural y política, se
presentó un verdadero derrumbamiento de la tradición marxista. El
recrudecimiento del anticomunismo en los gobiernos capitalistas de Francia e
Italia despertaron una “generalizada renuncia al marxismo en su conjunto por
parte de pensadores tanto de las generaciones más viejas como de las más
jóvenes de la izquierda”
Precisamente, en este tipo de escenarios de decaimiento y reflujo político la autocrítica representa una función clave: esta vez no para hacer una revisión interna de sus ideas o conceptos, sino para comprender las condiciones históricas y políticas que explican la derrota del movimiento obrero y revolucionario y, sobre ellas, avanzar en una nueva estrategia anticapitalista. De cierto modo, las derrotas constituyen nuevos marcos de oportunidad: evaluar los procesos revolucionarios era fundamental para construir un nuevo proyecto socialista internacional.
El dominio del (pos)estructuralismo en la izquierda y la superación marxista
La derrota que vivía el marxismo, hasta cierto punto a
causa de sus propios pensadores, demostraba que era necesario avanzar con
urgencia en la reconstrucción de esa historia interna y en la reformulación de
una nueva estrategia revolucionaria. En un segundo momento de su trabajo,
Anderson se ocupó de tal tarea. Para el marxista inglés, el marxismo francés
enfrentó, tras un largo periodo de dominación cultural e intelectual, un rival
capaz de imponérsele. “Su victorioso oponente fue el amplio frente teórico del
estructuralismo y, después, sus sucesores posestructuralistas”
No fue una derrota circunstancial, sino una derrota en
toda regla. Las ideas estructuralistas y posestructuralistas triunfaron allí
donde, intelectual y culturalmente, había dominado el marxismo. El cambio,
según Anderson, fue virtualmente epistémico: la relación estructura – sujeto
sería, en adelante, la clave para leer los procesos políticos de
transformación. Hubo, en ese sentido, un paso de pensar la agencia colectiva
del movimiento obrero en los procesos revolucionarios a una radical
determinación por parte de las estructuras.
Sería el propio Althusser, según Perry Anderson, la
prueba de esa íntima y fatal dependencia con el estructuralismo: para el
primero, los sujetos serían completamente abolidos, a no ser como efectos
ilusorios de unas especificas estructuras ideológicas. Ante el repliegue del
“núcleo duro del marxismo” y ante la ausencia de un pensamiento estratégico,
fue Althusser el llamado a explicar -en nombre del marxismo- la explosión
social de Mayo del 68’.
Althusser estaba obligado, ante la evidente ruptura
histórica y ante la aparición de una nueva situación revolucionaria, a ajustar
su teoría estructuralista concediendo un papel relativamente importante a las
masas. Sin embargo, esta concesión advertía de un cierto retraso: “las masas
estaban haciendo historia, aunque no la hicieran en el sentido amplío”. Esta
inconsecuencia fue clausurando, de manera cada vez más acelerada, el marxismo
althusseriano en la Francia de mediados de los años 70’.
Según Anderson, quien sí superó el desafío del 68’ fue
el estructuralismo. Desde ese momento, viviría un cambio decidido hacia el
posestructuralismo. Para nuestro autor de estudio, tanto el estructuralismo
como el posestructuralismo comparten un programa común y múltiples operaciones:
en primer lugar, la exorbitancia del lenguaje; en segundo lugar, la atenuación
de la verdad; en tercer lugar, la accidentalización de la historia.
El estructuralismo convirtió la lingüística en la
piedra angular de su teoría. La distinción saussureana entre lengua y habla
fue el marco de referencia para explicar fenómenos políticos, sociales y
económicos de mayor magnitud. De hecho, Lévi-Strauss se encargó de llevar este
argumento al límite: la economía, desde la perspectiva del antropólogo francés,
sería tan solo un intercambio de productos que ocurre dentro de un marco
simbólico. Por tanto, el intercambio de productos o mujeres en redes de
parentesco no es nada distinto al intercambio de palabras en el lenguaje.
Nuevamente, la izquierda vivía un proceso de
desintegración del núcleo duro de las preocupaciones marxistas. Además, este
tipo de apreciaciones terminaba por disminuir la radicalidad de la ola de
revueltas y protestas, pues, si la economía es, sencillamente, un sistema de
intercambio comparable al intercambio de palabras, no hay detrás de ella un
régimen de desigualdad, explotación e injusticia, sino una mala función del
intercambio.
No habría necesidad, pues, de transformaciones
sustanciales sino una suerte de redirección estructural. Anderson asegura que
Strauss ignoraba las advertencias y límites que demarcaba el mismo Saussure en
su teoría: la economía y el parentesco son inconmensurables con la red
semántica y de significaciones del lenguaje. El lingüista sueco comprendía,
bastante bien, los límites de su teoría a la hora de proponer una posible
universalización.
Entre las principales debilidades de las
extrapolaciones lingüísticas de Strauss, Perry Anderson destaca tres: i.
las estructuras lingüísticas tienen un coeficiente de movilidad
excepcionalmente bajo entre las instituciones sociales; ii. mientras el
intercambio de palabras puede ser producido, multiplicado y modificado a
voluntad (dentro de los marcos del significado), el resto de prácticas sociales
están sujetas, generalmente, a las leyes de la escasez natural -los efectos del
lenguaje sobre las estructuras de dominación son prácticamente nulos-; iii.
por naturaleza, el sujeto del habla es siempre individual.
En palabras de Anderson:
“El sistema lingüístico
proporciona las condiciones formales de posibilidad del habla,
pero no tiene jurisdicción sobre sus verdaderas causas. Para Saussure,
el patrón de las palabras habladas -la desenmarañada de la parole- caía
necesariamente fuera del dominio de la lingüística: estaba relacionado con una
historia más general y requería otros principios de investigación”
Dicho de otro modo, la lingüística no es una
disciplina que logre explicarse a sí misma. De hecho, el propio Saussure
reconoce esos límites, pero los estructuralistas terminan por extrapolar de
manera abusiva sus contribuciones. Estos desplazamientos arbitrarios tienden,
antes que explicar el movimiento general de la sociedad capitalista, a
tipificar y clasificar (fragmentar) permanentemente los análisis sobre la
sociedad.
De allí que Anderson sostenga: “la causalidad, aunque
supuestamente admitida, nunca adquiere una centralidad plena en el terreno del
análisis estructuralista”
Las transformaciones históricas más profundas son
interpretadas teóricamente por el estructuralismo en términos de una ruleta
múltiple “en el que la combinación ganadora que hace posibles estas sacudidas
se consigue mediante una coalición de jugadores en varias ruedas, más que
mediante uno solo de ellos (…) el desarrollo diacrónico es reducido al resultado
fortuito de una combinación sincrónica”
Es aquí donde la interpretación del poder reticular
foucaultiano gana terreno, pues “el poder pierde [desde la perspectiva (pos)
estructuralista] cualquier determinación histórica: ya no hay detentadores
específicos del poder, ni metas especificas a las que sirva su ejercicio”
Con esto, resulta fácil identificar por qué el
estructuralismo engendró al posestructuralismo con tanta facilidad. Es cuestión
de simple consecuencia lógica: al convertir la contingencia y la singularidad
en el centro de análisis, el estructuralismo fundió las bases teóricas sobre
las cuales el posestructuralismo disolvería el papel y función de las mismas
estructuras. Anderson denomina este movimiento como “inversión estructural”:
“si las estructuras existen por sí solas en un mundo situado fuera del alcance
de los sujetos, ¿qué es lo que asegura su objetividad? Nunca el alto
estructuralismo fue tan estrepitoso como cuando anunció el fin del hombre”
Derrida identificó tal contradicción y, antes que
corregir dicha incongruencia, la profundizó. Según Anderson, el filosofo
francés advirtió que, al liberar las estructuras de todo sujeto, estas
quedarían entregadas a su propio juego, perdiendo todo tipo de coordenada
objetiva. Fue Derrida quien dio la última puntada para radicalizar la absoluta
casualidad e indeterminación genética de las estructuras sociales. Así las
cosas, el estructuralismo fecunda el subjetivismo sin sujeto del
posestructuralismo.
Hasta aquí, hemos visto cómo en el seno de la teoría
estructuralista se cultivó un movimiento intelectual absolutamente
desestructurante y relativista. La promesa inicial del estructuralismo de
superar la interpretación marxista frente a los acontecimientos que escurrían
en la Francia del 68’ terminó siendo, más que un enredijo, un callejón sin
salida. El problema central, a juicio de Perry Anderson, estuvo en la adopción
del modelo lingüístico como clave explicativa de los problemas sociales. En ese
aspecto puntual, el estructuralismo renunció a una teoría de las relaciones
sociales y tomó partido por un absolutismo retórico.
La superación marxista consiste, en ese sentido, en recuperar el sentido dialéctico de la relación estructura – sujeto. Para salir del callejón, es necesario reconocer la interdependencia entre estructura – sujeto, es decir, partir del hecho de que ambas se constituyen recíprocamente. El marxismo explica, precisamente, a la luz del desarrollo histórico capitalista, cómo ha sido esa relación tensionante. En esto, la teoría marxista vuelve a ser autocrítica: corrige el determinismo economicista que embebió a algunos autores en los 70’ y reconstruye una teoría relacional y revolucionaria entre estructura – sujeto.
De la lingüística a la acción comunicativa: ¿una extensión del mismo problema?
En el anterior apartado se comentó el ascenso y caída
de las ideas (pos) estructuralistas en el ámbito de la izquierda. Sin embargo,
el trabajo comparativo de Anderson sigue siendo mucho más ambicioso: para él,
era necesario detenerse también en otra de las grandes figuras intelectuales
del siglo XX: J. Habermas, quien representaba, a juicio del historiador inglés,
el proyecto teórico más integrador y ambicioso del panorama alemán
contemporáneo.
Según Anderson, Habermas comparte elementos comunes
con el estructuralismo francés. El filósofo alemán parte de la idea de que Marx
se equivocó al “conceder una primacía fundamental a la producción material en
su definición de la humanidad como especie y en su concepción de la historia
como evolución de las formas sociales”
Así como la producción garantiza el control sobre la
naturaleza exterior, la comunicación es el soporte de la vida y el orden
social. De modo tal que el progreso
económico no era condición suficiente para liberar cultural o políticamente a
la humanidad. A pesar de que la interacción social no es únicamente lingüística
o comunicativa, el ambiente intelectual de los años 60’ y 70’ tendió a
identificarla como tal. En ese sentido, Habermas destacó la primacía de las
funciones comunicativas sobre las productivas (la primacía del lenguaje sobre el
trabajo).
Según Habermas, las principales transformaciones
históricas han requerido más de regulaciones morales que del desarrollo de las
fuerzas productivas. Incluso, son estas mismas regulaciones las que han
permitido, a juicio del alemán, reordenar las relaciones económicas. Habermas
establece ese orden de primacía en los orígenes del capitalismo, sin embargo,
vale la pena destacar que, en nuestras actuales sociedades capitalistas, el
sentido de primacía defendido por Habermas tiende a replantearse: pues,
claramente, las transformaciones de las fuerzas económicas son superiores a la
regulación moral. De hecho, buena parte de las normas y leyes son consecuencia
de un profundo proceso de transformación económica.
He ahí, nuevamente, el problema de sostener una teoría
sobre la autonomía de la acción comunicativa: se pretende ajustar la regla
general (patrón de regularidad histórica) a la excepción. Aunque con
diferencias sustanciales con el estructuralismo francés, en el fondo, hay un
intento, nuevamente, de hipertrofiar lo contingente y atrofiar la regularidad
histórica. Se cuestiona Anderson: ¿cuál es pues la relación entre el margen
lógico y el registro histórico real de las sucesivas sociedades?
Para Habermas, la sucesión de transformaciones
sociales en la historia es esencialmente contingente. “No existe, pues,
garantía alguna de que el orden social contemporáneo corresponda al nivel más
alto de desarrollo moral inscrito en la lógica procesual de la mente”
Dicho consenso lo logran “sujetos de buena voluntad en
situación de habla”. La democracia sería, en ese sentido, la
institucionalización de las condiciones para la práctica del habla ideal (libre
de dominación). Puede verse, con esto, una relación estrecha y curiosa entre el
universo habermasiano y el estructuralismo francés: “ambas empresas han
representado esfuerzos sostenidos por erigir el lenguaje como árbitro y
arquitecto último de toda sociabilidad”
Cabe señalar además que, en ambos casos, la
representación del lenguaje como elemento constitutivo de la sociabilidad
termina por hacer abstracción del curso de la lucha de clases y su carácter
irreconciliable. Es decir, ambas propuestas pierden de vista el conflicto como
principio del cambio y de la transformación política. Por esta razón, Anderson
no duda en afirmar que la confusión del paradigma del lenguaje radica “en el
desplazamiento del medio al fundamento”. Sin embargo, el lenguaje en Habermas,
a diferencia del estructuralismo francés, procura restaurar el orden de la
historia, asegurar los fundamentos de la moral y forjar los elementos de la
democracia.
“Pese a todas las limitaciones
compartidas de su modelo lingüístico común, lo sorprendente en Habermas es la
coherencia y fidelidad de su compromiso con su propia versión de un socialismo
al estilo con su propia versión de la Escuela de Francfort, sin vacilaciones si
sobresaltos, en los últimos veinticinco años.”
Mientras muchos intelectuales saltaban del pensamiento
radical y emancipador al anticomunismo de la Guerra Fría, Habermas se mantuvo
firme en su proyecto frente a las purgas represivas del Berufsverbot. A pesar
de que su compromiso nunca fue revolucionario y no se sobrepuso al impacto del
68’, la empresa habermasiana no se vio doblegada por las consecuencias de aquel
acontecimiento
Las oportunidades del socialismo: una nueva brújula para el materialismo histórico.
El recorrido de Perry Anderson mostró los diversos
campos de batalla que libró el socialismo y el materialismo histórico en el
transcurso del siglo XX. Tras el proceso de desestalinización de la sociedad
soviética se creyó abrir una ventana de oportunidad para el socialismo, sin
embargo, esta aspiración rápidamente se diluyó con la redirección conservadora
del régimen. El ascenso de la revolución cultural en China pretendió superar el
desanimo y los errores del socialismo soviético, no obstante, la imagen de un
proceso revolucionario solidario con los pueblos y las causas del Tercer Mundo
prontamente se desvaneció.
Para Anderson, existe una evolución desde el maoísmo
al eurocomunismo. Ambas experiencias, a pesar de sus diferencias tácticas,
compartían un rechazo común al socialismo soviético. En el caso del
eurocomunismo, se proponía una vía pacífica, gradual y constitucional al
socialismo. Finalmente, el resultado fue desalentador: la expectativa electoral
de gobiernos de coalición se hizo agua con la derrota de varios de ellos en
Francia y España. La disputa interna dentro del Estado capitalista y sus
múltiples derrotas habían generado un efecto desmoralizador en el movimiento
obrero.
Es en este punto donde Anderson ubica la “crisis del
marxismo”:
“Lo que la desencadenó fue una
doble decepción: ante la alternativa de China, primero, y de Europa occidental,
después, (…). Cada una de esas alternativas se había presentado como una nueva
solución histórica, capaz de superar los dilemas y evitar los desastres de la
historia soviética; todos sus resultados, sin embargo, resultaron ser un
retorno a callejones sin salida ya familiares. El maoísmo desembocó en poco más
que un truculento jruschovismo oriental. El eurocomunismo cayó en lo que
parecía más una versión de segunda clase de la socialdemocracia occidental,
vergonzante y subordinada a la II internacional”
El reformismo socialdemócrata aportó, en ese sentido,
pocas novedades al desarrollo del marxismo de los años 60’. Incluso, asegura
Anderson, en el campo de la estrategia revolucionaria no se produjo ninguna
obra significativa. El ascenso de la lucha revolucionaria no se tradujo en una
reunificación entre la teoría marxista y la práctica popular o, mejor, “el
circuito que las unía no era predominantemente revolucionario, sino reformista”
El curso de acontecimientos de esta experiencia no
condujo, de ninguna forma, a la renovación del pensamiento estratégico. De
hecho, según Anderson, la literatura crítica del eurocomunismo (especialmente
el trotskismo de Ernest Mandel) dejó sin solucionar el problema estratégico y
el sentido del proyecto alternativo y anticapitalista en Occidente: “este
bloqueo provenía de una excesiva adhesión imaginaria al paradigma de la
revolución de Octubre, realizada contra el cascarón de una monarquía feudal y
demasiado distante como referencia teórica de los contornos de una democracia
capitalista”
Por esta razón, el problema estratégico sigue siendo,
en nuestros días, como ha sido desde hace más de cinco décadas, el problema
nodal del marxismo occidental. Anderson sugiere algunas preguntas en ese
sentido: ¿cómo pueden ser superadas la estructuras flexibles y duraderas del
Estado burgués e infinitamente rígidas en su preservación de la coacción de la
que depende en última instancia? ¿Qué bloque de fuerzas sociales puede ser
movilizado, y de qué forma, para hacer frente a los riesgos que conlleva la
desconexión del ciclo de acumulación del capital en nuestra integrada e
intrincada economía de mercado?
Una vez más, estos cuestionamientos nos recuerdan que el problema entre estructura y sujeto (estructuras de poder político y económicamente efectivas) es un problema tanto de la teoría crítica como de la más concreta de las prácticas. En este terreno, fundamentalmente, el marxismo debe ser autocrítico como para vincular la teoría histórica del desarrollo social al horizonte socialista. Lo que implica, claramente, reconocer las contradicciones del presente y la dependencia relativa con las estructuras del pasado. He ahí la perspectiva de futuro de la actual lucha obrera y revolucionaria.
Bibliografía
- Anderson, P. (1983). Tras las huellas del materialismo histórico. Buenos Aires: Siglo Veiuntiuno Editores.
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