Por: Daniel Barrera
El gobierno progresista de Gustavo Petro y Francia Márquez,
a pesar de gozar de unas favorables mayorías en el congreso y de contar casi
con un único partido en oposición (Centro Democrático), no ha tenido una tarea
fácil a la hora de obtener gobernabilidad. Su apretado margen de victoria le ha
implicado al gobierno entrante una alta dosis de desconfianza por parte de la
ciudadanía, una incredulidad propia de la novedad que representa un cambio
progresista de gobierno.
En ese marco, las marchas del 26 de septiembre
convocadas por la extrema derecha para expresar su rechazo contra los proyectos
de ley presentados por el gobierno estuvieron muy alejadas de ser las resonancias
democráticas lo suficientemente poderosas como para desestabilizar o perturbar
la gestión del gobierno. No pasaron de ser una masa de indignados con peticiones
muy difusas y desconectadas entre sí
La “Gran Marcha Nacional” encontró ecos en varias de las
más importantes ciudades del país: Cali, Medellín y Bogotá fueron las ciudades
en las que la movilización fue más concurrida. Varias razones explican este
fenómeno: primero, en ciudades como Medellín (bastión político y electoral del
uribismo) las voces de rechazo e inconformismo más que dirigirse al gobierno
nacional, estuvieron encaminadas a desaprobar la gestión del alcalde Daniel
Quintero. Una situación similar se vivió en Cali y en Bogotá donde los
ciudadanos que salieron a protestar estaban más movidos por la mala gestión de
sus administradores locales que por una desaprobación política al gobierno
Petro. Sin embargo, no se puede afirmar con rotundidad que ninguno de los
manifestantes salió a las calles a oponerse a las denominadas “Petro-reformas”.
Estas
movilizaciones en las que se escuchan arengas tan diversas como «fuera Quintero»
y «fuera Petro» evidencian la crisis política de la derecha y su su incapacidad
para articular una agenda política e ideológica alterna a la del nuevo gobierno.
No hay demandas o un programa claro que vaya más allá de oponerse a las
reformas del gobierno, más bien, es el odio encoñado e inmunitario propio del
imaginario reaccionario de ciertas clases subalternas y empresariales.
El otro gran síntoma que refleja el agrietamiento
político de extrema derecha y que explica su poco éxito en las marchas contra
el gobierno es la dificultad para encontrar un líder que logre canalizar en su
figura la oposición parlamentaria. La sorpresiva renuncia al Senado de la
República del máximo contendor político de Gustavo Petro, Rodolfo Hernández,
dejó a figuras del talante de Miguel Polo Polo, María Fernanda Cabal y Miguel
Uribe como los alfiles más relevantes de la oposición. Figuras políticas que, a
todas luces, son incapaces de aglutinar y configurar un proyecto de mayorías
sociales.
Frente a estas movilizaciones, aún minoritarias y sin
demasiada consistencia política, lo peor que puede hacer el gobierno es
subestimar los alcances políticos de la oposición. Deberá, por el contrario,
contrarrestar y desactivar políticamente a los sectores movilizados: entablar
diálogos con sus dirigentes y seducir a las capas populares. Además, la base
social que apoya al gobierno del Pacto Histórico se encuentra en la obligación
histórica de responder con un movimiento de masas lo suficientemente maduro como
para evidenciar que en las movilizaciones no sólo hay contendores políticos (elites
empresariales y terratenientes), sino también sectores populares capturados
por un ethos conservador y reaccionario a la espera de discutir el horizonte de
las reformas y el impacto sobre sus vidas cotidianas.
Precisamente, las comunidades cristianas de base han
jugado un papel preponderante a la hora de movilizar a sus creyentes. En
Cartagena, por ejemplo, el pastor Miguel Arrázola fue una pieza fundamental
para garantizar el relativo éxito de la movilización. El evangelismo ha ungido, en este caso, como
el imaginario articulador del discurso de la oposición. A su alrededor se ha
venido construyendo un tejido social popular-reaccionario que impone los
intereses de la masa empresarial como intereses propios. La reacción de estos
grupos cristianos protestantes, probablemente, crecerá debido a las
declaraciones del Ministro de Hacienda al incluir en la nueva reforma
tributaria a las iglesias dentro de las instituciones que tributan en el país.
No obstante, no deja de ser alentador el llamado a las
movilizaciones, sobre todo en un país donde históricamente la otredad (oposición)
se ha tratado de aplacar por la vía armada. Estas expresiones evidencian, al
menos en principio, una oportunidad inédita para solventar los antagonismos
políticos en clave democrática y pluralista.
La democratización de la tierra y la unidad de lo
popular.
Las movilizaciones mantenían la intención de mostrar la
capacidad de convocatoria política de la extrema derecha. Pretendían demostrarle
al gobierno nacional que aún cuentan con una base social capaz de oponerse a
sus reformas, en especial, porque el Centro democrático y la extrema derecha sabe
que debe sí o sí negociar algunas reformas progresistas para no quedar por
fuera del centro gravitacional en el que gira la agenda política y económica
del país.
No es casualidad que unas semanas después de las
movilizaciones se firmara el acuerdo entre el Gobierno Nacional y la Federación
Colombiana de Ganaderos (FEDEGAN), en cabeza de su presidente José Félix Lafaurie,
para la compra de tres millones de hectáreas de tierra. Fedegan es la organización
gremial que mayor poder posee sobre la concentración de tierras en el país. Los
ganaderos han sido el sector que se ha opuesto con mayor vehemencia a la
distribución democrática de la tierra en Colombia. Muchos de ellos han obtenido
tierra a costa del desplazamiento y la adjudicación ilegal de predios y
baldíos.
Para una parte de la izquierda crítica, el acuerdo
significa legalizar el despojo y está muy lejos de representar una conquista
popular. La tildan de “traición” al bloque campesino por negociar con quienes
hace algún tiempo militarizaban el campo por medio de ejércitos privados. En el
fondo, la izquierda melancólica reivindica la expropiación como método para
llevar a cabo la reforma agraria. Acción que Petro jamás prometió en su
programa de gobierno.
Si bien son comprensibles las preocupaciones que suscita
este acuerdo (al tratarse de una organización que hace algunas semanas llamaba
a conformar organizaciones de autodefensas para defender la propiedad privada ante
las invasiones indígenas y campesinas), es cierto también que la Ministra de Agricultura,
Cecilia López, ha dado un parte de relativa tranquilidad: la tierra que se
pretende comprar debe pasar por un exhaustivo filtro de legalidad. No puede ser tierra que esté en proceso de
restitución, debe ser propiedad privada, así mismo, el acuerdo debe garantizar
tierra de la mejor calidad fértil y productiva, que no se encuentre en la
frontera agrícola, es decir, tierra cercana a los cascos urbanos. De igual
forma, esta negociación no debe detener los procesos de restitución y formalización
de predios existentes. Por último, la distribución de tierras debe ser manejada
por el Estado y tendrá un rasero de género.
De ningún modo la tierra puede utilizarse para producción
agroindustrial, más bien, debe ser un apalancamiento para modificar la vocación
productiva del país. Por tal motivo, esta compra de tierras es un punto
neurálgico: implica avanzar en la promesa histórica de reforma agraria, agenda
ambiental y diversificación no-extractivista de la producción en Colombia, todo
ello en función de la paz total que prometió el gobierno.
En ese sentido, la reforma de Petro va en vía de lo que André
Gorz denominaba reformas no reformistas, pues busca desarticular el
poder sobre la tierra, un paso importante para democratizar el régimen, en
especial, en un país donde poder político y posesión de la tierra han ido de la
mano. En síntesis, estamos ante un acuerdo político que puede significar la
mayor apuesta en términos de reforma agraria que ha vivido el país. Su éxito o
fracaso dependerá de la apropiación ciudadana y el control que ejerza el
gobierno, de poco servirán los análisis pesimistas que desmovilicen a los
indígenas y campesinos.
Existe un elemento clave para comprender la apuesta del gobierno, tiene que ver con la idea, según la cual, en ciertos momentos, la unidad de lo popular reside en el Estado, es decir, la batuta democratizadora no siempre recae sobre la esfera de la Sociedad Civil. Precisamente, esta coyuntura muestra que, a pesar de las múltiples prevenciones que cierta izquierda tiene con las instituciones estatales, el Estado en momentos de alta conflictividad social representa el catalizador social capaz de aglutinar un bloque nacional-popular y un imaginario anti-oligárquico. De ahí que no se pueda desestimar los alcances del acuerdo solo por venir del Estado y no de la acción social colectiva.
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