Por: Daniel Barrera Arias

A finales de la década de los 80’ e inicios de los 90’, mientras las dictaduras perdían fuerza y legitimidad social, se empezaba a configurar una articulación autónoma entre Sociedad Civil - Democracia - Ciudadanía. A lo largo de la década de los 90, se da una proliferación de los movimientos sociales anti-neoliberales, evidenciando la tensión permanente entre democracia-mercado, ese ciclo de protestas -que tiene sus primeras expresiones en el caracazo (1989) y el levantamiento zapatista (1994) en México- se convertirá rápidamente en un acumulado histórico y permanente que nos permite pensar la democracia durante la época neoliberal. De esta forma, surge una relación antagónica entre neoliberalismo-democracia, clave para reflexionar el caldeado clima político de la región.

Con la aparición de los nuevos movimientos sociales (políticas de la diferencia, nuevas identidades y demandas sociales) junto a la heterogeneidad estructural que presentan las sociedades latinoamericanas, aparece una matriz categorial y conceptual para pensar América Latina de forma novedosa. Esquivando los viejos análisis que pretenden vincular lo político a lo normativo como expresión del proyecto de la modernidad. Desde el complejo y contradictorio horizonte Latinoamericano, la política empieza a mostrar: “una distancia entre lo social y su representación política”. Esta ruptura también se expresa en la desafección con ciertas lecturas de izquierda, en especial althusserianas, que buscaban homogenizar y traducir el conflicto social en términos exclusivamente de clase.

Como parte del coletazo político y teórico que viven las izquierdas, la batería categorial busca salir del análisis minimalista de la democracia para construir un nuevo modo de lo político caracterizado por dos elementos centrales: i. Política más allá y más acá del Estado, ante la incapacidad por parte del Estado-moderno por monopolizar la vida política. Es decir, las expresiones políticas por fuera de la esfera estatal aparecen de forma transgresora afectando la lógica estatal, sin petrificarse en el Estado y un desbordamiento de la política. ii. A pesar de que el Estado sigue siendo un actor clave para estos movimientos, su fin último no es el Estado. La política se libera del Estado y se acerca al sujeto que la encarna: el pueblo. Rompiendo con el rasgo estatalista que había caracterizado la política en América Latina.

Así, pensar América Latina como unidad analítica nos sumerge en un marco político y conceptual que evidencia la crisis de la democracia en su forma liberal, esto es, el desgaste de los mecanismos formales de la democracia que expresa la incapacidad de los gobiernos neoliberales (Macri, Piñera, Duque) por conseguir consensos sociales y el respaldo de las mayorías. En ese sentido, es clave afirmar que no existe crisis de la democracia, más bien, hay una crisis política y social de la forma liberal de comprender la democracia.

El crecimiento de las brechas de desigualdad, la paralización del ascenso social, la creciente desafección política, la perdida de legitimidad alrededor de instituciones que son pilares de la democracia, la incapacidad de la democracia representativa a la hora de dar solución a la demanda por participación política es muestra de ello. Otro elemento que refleja la crisis de las democracias liberales es la profunda animadversión de la ciudadanía respecto al congreso, es decir, el órgano que se supone debe cumplir la tarea de representar los intereses de la sociedad, interpela cada vez menos al ciudadano común.

Debe sumarse a lo anterior el proceso de hegemonización financiera, propio del patrón de acumulación neoliberal: uso intensivo y precario de la fuerza de trabajo, fractura del pacto distributivo (ruptura del acuerdo capital-trabajo), degradación de instituciones públicas, aumento de la incertidumbre social en la esfera civil. Por eso es clave mencionar que los procesos de globalización económica neoliberal están en la base del descontento social, como una muestra más de internacionalización de la vida política nacional. De ahí que se clave pensar la estabilidad democrática sobre la relación (situación laboral - democracia real). Podríamos concluir diciendo que en América Latina la crisis político-democrática está íntimamente ligada a la crisis generalizada que vive el capitalismo en su fase neoliberal. Esto significa que un proyecto democrático debe sostener un pilar anticapitalista.

La denominada crisis de la forma liberal de comprender la democracia pretende a toda costa diferenciar los espacios de lo social y lo político, se mueve en una lógica de la petrificación, trazando una ilusoria línea entre el ámbito de la política en tanto Estado y de lo social en tanto sociedad civil. A contravía de esta lectura, la producción teórica latinoamericana entiende que la política se erige sobre la lógica de la desarticulación y la fluidez. Pensemos por un momento en la obra de Luis Tapia (2008), allí lo político y su registro constitutivo se encuentra en la capacidad del movimiento social por moverse en el subsuelo político y las grietas del orden moderno-colonial, la acción colectiva como un gobierno en acción permanente.

El subsuelo es parte de la complejidad producida por el movimiento de las sociedades, pero que no es reconocida ni asumida. El exceso produce una complejidad no funcional. Entre los intersticios de las esferas separas de la vida moderna y por fuera y debajo de las instituciones oficiales, la vida se hace invisibles. La visibilidad política y social se da a través de las instituciones del capital y del estado, así como también a través de un conjunto de instituciones de la sociedad civil. La producción del orden moderno también ocurre como una composición de instituciones políticas y sociales en torno a una nueva arquitectura de las separaciones” (2008, pág. 37).

La cita de Tapia no solo expresa el nuevo modo de lo político que ronda por América Latina, también, de forma implícita, evidencia la crisis de la representación que asume el liberalismo, es decir, una representación formal, aparencial y no vinculante. En adelante, los movimientos sociales han concebido una nueva forma de representación que excede y desborda los meros ejercicios electorales, como una democracia que permanece abierta y vigilante

¿Por qué el liberalismo es incapaz de ofrecer salida a la crisis?

Las instancias de representación de la democracia liberal, se suponen, son espacios de representación colectiva, sin embargo, al mismo tiempo, el neoliberalismo promueve un tipo de ciudadano consumista e individualista. La contradicción se presenta de la siguiente forma: por un lado, se promueve espacios políticos que propenden a construir metas, diálogos y objetivos colectivos y comunes, por otro lado, fortalece la idea de sujetos desligados de la totalidad social. Foucault lo describía como la producción de ciudadanos políticamente dóciles y económicamente rentables. Es la tensión entre los propósitos colectivos de la democracia y los propósitos individuales del neoliberalismo.

En ese orden de ideas, la democratización que ofreció el neoliberalismo implicó la ampliación de derechos ciudadanos, en el marco de luchas identitarias o por la defensa del ambiente. Pero al mismo tiempo se asiste a una gran expropiación de otros derechos que bloquean la posibilidad de construcción de ciudadanía como empleos, salarios, seguridad social, educación y se limitan otros: capacidad de una mayor y efectiva participación en el control y la incidencia en los asuntos públicos. Valdría la pena agregar que el multiculturalismo liberal se mueve en una tensión insalvable a la hora de garantizar derechos, fundamentalmente, entre derechos de la diferencia y de la igualdad. El liberalismo ha decido reconocer los derechos de las minorías sociales de forma que los incluya excluyéndolos, los ha particularizado, los “tolera” pero es incapaz de garantizar un orden jurídico que vele por ellos, no en tanto minorías exotizadas, sino como parte de un orden universal, en otras palabras, un universalismo situado.

En esa dirección, lo que experimenta la región es el retorno a las cuestiones clásicas de la lucha social: el trabajo, el salario, la salud, vivienda, educación, pues los mínimos vitales en la fase neoliberal de austeridad son más precarizados que nunca. A pesar de ello, las demandas clásicas no han implicado la desaparición de nuevas demandas o agencias políticas (ecológicas, de género, antirracistas), muestra de ello son las tensiones que ha vivido el viejo progresismo con las nuevas izquierdas de corte autonomista (Ecuador con Yakú Pérez, Perú con Verónica Mendoza, Colombia con Francia Márquez) que diversifican el sujeto y el antagonismo social.

Repasemos brevemente el asunto del Estado. Lo primero que la sociología política, según P. Abrams (2015), nos dice sobre la forma de abordar el Estado es: “La explicación sociológica del estado se sustituye por la reducción sociológica del estado” (Abrams / Gupta / Mitchell, 2015, pág. 29). Sus preocupaciones se centran en funciones y no en estructuras, para esta tradición no existe instituciones sino procesos: “el Estado era una práctica y no un aparato” (Abrams / Gupta / Mitchell, 2015, pág. 30). Ese modelo de entrada-salida (inputs-outputs) genera una lectura mecanicista de la política, desprovista de cualquier carácter contingente y pasional de lo político.

Ante la incapacidad de concebir la noción de Estado, como aparato y despliegue de poder, la sociología política funcionalista no niega conceptualmente la existencia del Estado, prefiere mencionar que no es relevante el Estado en el espacio político, por eso, en la bibliografía existente aparece como una variable dependiente, vulnerable a efectos de las fuerzas sociales externas, de ahí que utilice el término sistema político o sistema de gobierno en lugar del Estado. Pero al tiempo que estudia el Estado en sus funciones, no deja claro cuáles son las funciones del mismo, ni los criterios de delimitación de sus funciones, pues, al parecer, sus funciones son encaminadas únicamente a garantizar la legitimidad y el correcto funcionamiento de la sociedad.

En ese sentido, la sociología política no se podría pensar la deriva autoritaria de los gobiernos en la región como parte del aparato coercitivo estatal. De la misma forma, para esta vertiente teórica nunca hay un espacio de conflictividad contra el Estado, se reduce a procesos de gobernanza que solucionen la demanda ciudadana

La lógica de la austeridad en el Estado capitalista evidencia una vez más que, frente a la crisis social y fiscal que experimenta América Latina, poco y nada tiene para aportar una lectura liberal de la democracia. Para Jessop (2017), el Estado neoliberal tiende permanentemente a la austeridad, tanto para una reorganización del aparato institucional, como en tiempos de crisis, asegurando la tasa de ganancia del capital. No obstante, la austeridad implica algo mucho más amplio y complejo que el simple recorte fiscal. Es una articulación política de las clases dominantes al interior del aparato de Estado.

Para autores como (Seymour, 2014), la estrategia de articulación se da en siete aspectos; i. reequilibrar la economía desde un crecimiento basado en los salarios a uno basado en las finanzas; ii. redistribuye los ingresos de los asalariados al capital; iii. fomenta la precariedad en todos los ámbitos de la vida como mecanismo disciplinario y medio para reforzar la financiarización de la vida diaria; iv. recompone las clases sociales, ampliando la desigualdad de salario y de riqueza y la estratificación dentro de ellas; v. facilita la infiltración empresarial en el Estado; vi. acelera el cambio de un estado de bienestar a un régimen trabajista; de derechos compartidos a el sadismo informal; vii. promueve valores de jerarquía y competitividad.

Si bien este sistema de gobierno de la austeridad es propio del neoliberalismo, fueron potenciados por la crisis financiera y económica del (2007-2009), debido a que la respuesta del capital a la crisis financiera intensificó la crisis financiera del Estado, ya que el alivio a la crisis implicó el redireccionamiento de recursos públicos la banca privada. Vale la pena resaltar que la política de austeridad fiscal no obedece a la idea difundida por el neoliberalismo de reducción estatal, esa austeridad permite redireccionar la intervención estatal en otros renglones de la sociedad, redefiniendo lo que es asunto del Estado y lo que no lo es.

Es cierto que existe una afinidad electiva entre capitalismo y democracia liberal, precisamente, la democracia liberal se presenta como la mejor envoltura política para el capitalismo. Sin embargo, no siempre coinciden, con la llegada de la crisis neoliberal en América Latina, el talante democrático de las instituciones formales se ha puesto en cuestión, develando, así, el carácter antidemocrático del neoliberalismo: “si la crisis política e ideológicas no se pueden resolver mediante el juego democrático normal de clase y otras fuerzas sociales, aumentan las presiones para suspender o eliminar las instituciones democráticas y para resolver la crisis por medio de una “guerra de maniobras” pasando por alto las sutilezas constitucionales” (Jessop, 2017, pág. 284).

Lo anterior muestra, una vez más, que -ante la crisis orgánica de dirección moral e intelectual que vive las democracias liberales en manos oligarquías neoliberales en la región- las democracias formales no tienen problema en echar mano al estatismo autoritario para garantizar el orden vigente.

Esta afinidad electiva se ve socavada cuando los beneficios derivados de la especulación y de la asunción del riesgo financiero comienzan a superar la intermediación financiera y de las actividades de la gestión de riesgo que son indispensables para los circuitos del capital productivo. Se debilita también cuando el capital monopolista se extiende a expensas del capitalismo liberal competitivo, muestra de ello son las grandes riquezas que se producen a costa de la desregulación estatal.

Jessop (2017) no teme afirmar que “cuando las formas políticas de obtener beneficio -económico- son las dominantes, el gobierno autoritario es la norma en vez de la excepción”. De ahí que para el marxista británico las democracias liberales y los estados de excepción no son polos opuestos e irreconciliables, más bien, este último hace parte de las herramientas políticas para salvaguardar el orden de acumulación del capital, unas veces por consenso otras veces por coerción.

En síntesis, no creemos que el liberalismo pueda ofrecer una salida popular y democrática de la crisis que ella misma ha provocado, pues, para corrientes institucionalistas, la crisis política se soluciona con un re-diseño del aparato estatal, como si el problema de la democracia fuera de forma o de ensamblaje y no de contenido. Por eso, es necesario evidenciar que el neoliberalismo no es antidemocrático per sé, es más complejo, el neoliberalismo tiene una lectura restringida y limitada de la democracia.

Por último, el liberalismo sufre una insuficiencia para pensar la crisis de la democracia. Para esta corriente la democracia es tan solo una forma de gobierno, un sistema político, mientras que, para ese nuevo modo de lo político, la democracia se ejerce en clave acción colectiva, como exceso de las instituciones, modificando lo que se entiende por procesos democratizadores y representación desde abajo, por fuera y en relación al Estado.

Bibliografía

Abrams / Gupta / Mitchell, P. /. (2015). Antropología del Estado. México: FCE.

Jessop, B. (2017). El Estado. Pasado Presente Futuro. Madrid: Catarata.

Seymour, R. (2014). Against Austerity. Londres: Pluto.

Tapia, L. (2008). Política Salvaje. La Paz: Muela del Diablo, CLACSO, Comuna.



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