Editorial Militancia y Sociedad.
Durante el mes de mayo, se ha institucionalizado en Ibagué tanto el miedo y la desarticulación violenta de la protesta social como las redes ciudadanas y vecinales de solidaridad popular ante la represión del Estado. La emergencia de este movimiento social en contra de la reforma tributaria y, en general, contra la política económica neoliberal del Gobierno Duque ha puesto de relieve el choque de contradicciones entre un proyecto anti-nacional en decadencia y la reactivación de la democracia social. Hemos conocido, por un lado, el horizonte dictatorial del uribismo, pero también hemos conocido, por otra parte, el rostro solidario de la comunidad. Esto último ha representado, en la práctica, la activación de esferas de politización y sociabilidad política que –potencialmente- podrían imaginar y construir un horizonte político común, es decir, podrían configurar un destino colectivo y vinculante.
A pesar de la deriva autoritaria y la oleada de violencia ejercida por el Estado y sus instituciones policivas, las redes vecinales ha sido el soporte de la democracia en movilización y flujo. Podríamos asegurar que la democracia hoy, en nuestra ciudad, se ejerce en las calles, pero, llegada la noche, resurge con los afectos comunitarios que auxilian a lxs perseguidxs y hostigadxs por la Policía. Con todo esto, ni el miedo ni el dolor impuesto por la militarización del conflicto ni el tratamiento de Guerra a la protesta social han podido quebrantar los lazos solidarios de la sociedad civil. En la práctica, la sociedad en su conjunto disputa, en sus calles y barrios, el significante de autoridad y democracia.
Estos barrios, que hasta hace un tiempo resultaban apáticos a los procesos de organización política, son hoy referentes democráticos ante la suspensión e interrupción de las formalidades de la democracia y el Estado Social de Derecho por parte del establecimiento. La interacción virtual y el auxilio inter-barrial a lxs manifestantes son muestra de una emergente democracia social que, de lejos, desborda las salidas procedimentales y “negociaciones” estériles del Gobierno Nacional. En este contexto, el significante de seguridad y protección por parte de instituciones del Estado se encuentra cuestionado y deslegitimado desde sus cimientos. Por tanto, seguridad y autoridad son conceptos en disputa tanto en el plano semántico como real.
Lo anterior permite corroborar una idea elemental: la única autoridad válida es la socialmente aceptada. Solo la consciencia moral del conjunto de la sociedad puede juzgar un hecho político o económico como injusto. Es decir, “el hecho en cuestión es algo que ha caducado y de que han surgido otros hechos [políticos], en virtud de los cuales el primero es ya intolerable y no puede mantenerse en pie”1.
Hoy, ninguna institución del Estado, bajo la dirección del uribismo, ofrece una seguridad socialmente válida y legítima. Como se ha advertido, la dirección política del gobierno Duque y el uribismo han caducado; el hecho socialmente aceptado –a su vez antagónico del desprendimiento y fractura democrática del establecimiento- es la forma valor-comunidad. Los barrios de Ibagué han jugado dicho papel (valor-comunidad) en las recientes protestas: la comunidad es hoy la autoridad legítima ante unas instituciones estatales descompuestas y una Policía envalentonada operando por fuera de la ley. El Estado ya no puede ser garante ni interlocutor del cuidado común al que apunta la ciudadanía. Hoy la seguridad y la protección se brinda en comunidad.
El movimiento debe continuar, entonces, su camino democrático exigiendo justicia, pero no en abstracto, sino con la judicialización efectiva de quienes dispararon y de quienes no hicieron nada. La victoria del retiro de la reforma y de la renuncia del ministro no puede celebrarse a costa de la normalización del actuar de la Policía por fuera de la ley y el uso de indiscriminado de armas ante la legítima protesta social. No es un secreto que la Policía, en lugar de estar conteniendo la violencia, la engendra, la produce. Sin embargo, en un régimen democrático no puede existir concesiones de este tipo. No se puede normalizar la violencia ilegitima del Estado.
Desde el gobierno quieren convertir la violencia policiva en algo normal, cotidiano, "reglamentario", pretenden instalar el crimen policivo al interior del imaginario cotidiano del ciudadano. De hecho, los comentarios sobre el asesinato de Santiago Murillo en el que muchos "ciudadanos de bien" justifican el accionar de la policía obedece a dicha institucionalización de la militarización del conflicto. No podemos dejar que esa narrativa escale y se convierta en el sentido común sobre la forma "aceptada" de enfrentar la protesta ciudadana.
La batalla por la justicia es al mismo tiempo la batalla por la legitimación o deslegitimación de la protesta. En este contexto de crisis política y posible transformación nacional, no podemos perdemos esa partida, de ser así, estaremos en una sociedad menos democrática. Esta encrucijada entre deriva autoritaria y redes de solidaridad ciudadana debe conducirnos a blindar y rodear los dispositivos jurídico-políticos a favor de la protesta social y el campo nacional-popular. Hoy la exigencia de justicia representa una mínima garantía democrática.
1 Federico Engels en el prefacio a la primera edición alemana (1884) de Miseria de la Filosofía de Karl Marx (1884). Ediciones Suramérica, Limitada. Bogotá, D.E. (1963)
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