Por: Santiago Pulido - Daniel Barrera
Con
las recientes elecciones regionales en Colombia, se ha vivido un proceso de
reacomodo y recomposición de las derechas tradicionales a nivel territorial.
Diversas reacciones han surgido luego del conteo de votos: por un lado, los
medios corporativos de comunicación no se han hecho esperar para confirmar la
supuesta derrota del progresismo en las urnas y mostrar al Gobierno Petro como
el «gran perdedor» de la jornada; por su parte, el Gobierno Nacional ha
impulsado la narrativa de un relativo avance electoral: aunque el progresismo
fracasó en su apuesta general por el poder local en las principales ciudades
del país, logró recuperar, según el Gobierno, terreno en algunos departamentos
y municipios de la periferia colombiana.
Ambas
lecturas parten, a nuestro juicio, de un error: creer que a nivel subnacional
se desarrollaba una especie de voto castigo o plebiscito contra el Gobierno. De
cierto modo, el progresismo (en un afán de hacerse medir política y
electoralmente) aceptó los términos de los medios corporativos de comunicación
y, en ese intento, quedó expuesto ante el reacomodo de la derecha en los
puestos de representación regional, dando lugar a una falsa pregunta:
¿atraviesa el progresismo, a un poco más de su primer año de gobierno, por una
crisis política?
Observemos
algunos datos para construir algunas conclusiones estratégicas sobre estas
elecciones regionales. De los 32 departamentos del país, el Pacto Histórico
logró tan solo 2 gobernaciones[1] (Nariño y Amazonas) el
segundo en coalición con fuerzas políticas aliadas. De los más de mil
municipios, la coalición obtuvo solo 5 alcaldías[2] (Duitama, Boyacá; Cajibio
y Totoró, Cauca; Bajo Baudó, Pizarro – Chocó; y Cumaribo, Vichada). Con
relación a las listas a Asambleas Departamentales, el proyecto de gobierno
alcanzó más de 17 curules[3].
Es
decir, el nivel de influencia electoral del Pacto Histórico en las regiones
sigue siendo bastante débil, sin embargo, conservan una incidencia significativa
en algunos municipios y zonas deprimidas del país. Una revisión más detallada
de las últimas elecciones (que excede los propósitos de este artículo) demuestra
que, desde hace algunos años, se viene presentando un proceso de recomposición
de las fuerzas políticas nacionales (con un ligero giro hacia la izquierda),
pero que se afianza, paradójicamente, en el poder tradicional de las élites
regionales. En otras palabras, mientras el proyecto de cambio y transformación
social del Pacto Histórico gana un estrecho espacio en el ámbito nacional, en
el plano regional se reproducen y reacomodan, continuamente, proyectos
profundamente antidemocráticos y conservadores.
Este
ha sido, históricamente, un rasgo estructural
de las democracias latinoamericanas. Autores como Edward Gibson o Norbert
Lechner han identificado, precisamente, las formas en las cuales las “sólidas”
democracias nacionales coexisten con autoritarismos regionales. Se trata de los
patios traseros de la democracia: proyectos de gobierno legítimamente
democráticos que son soportados sobre bases subnacionales profundamente retardatarias.
Allí reside parte de la explicación del por qué el Pacto Histórico obtiene un importante resultado en las elecciones legislativas y presidenciales, pero se
estrellan con otra realidad electoral en los territorios.
En
ese orden de ideas, consideramos que las elecciones territoriales no
representan, en sentido estricto, un medidor de las fuerzas nacionales. Recordemos
que el triunfo de Gustavo Petro ocurre en un contexto de mayorías regionales de
derecha[4], es decir, el Pacto
Histórico (principal fuerza progresista electoral del país) gana a pesar de las
estructuras oligárquicas instaladas en el poder regional y no por un cambio
necesariamente en ellas. ¿Qué haría suponer, entonces, que habría un proceso de
recomposición del mapa político subnacional (en un sentido progresista) sin una
estrategia política territorial?
Aquí
se develan, precisamente, los límites y errores de la lectura e interpretación
tanto de los sectores «oficialistas» del Pacto Histórico como de los analistas
políticos asociados al establecimiento neoliberal: por un lado, no se asistió a
un «retroceso político» derivado del reacomodo de la derecha en las elecciones
regionales (pues, en sentido estricto, las elecciones del 2019 no habían
revelado ningún cambio hacia la izquierda). Del otro lado, no hay tal derrota comprobada
del Gobierno Nacional en estas elecciones, puesto que no se sometía al
escrutinio el plan de transformaciones nacionales. Sobre este último punto,
cabe señalar que el estado de las reformas sociales no se modificará a partir
de los resultados electorales; tal como lo han anunciado los columnistas del
régimen.
En
términos prácticos, la jornada electoral demostró, una vez más, cómo las clases
políticas tradicionales han desplegado toda su capacidad infraestructural para
derrotar una débil estrategia político-electoral del progresismo en el ámbito
subnacional. Dicho de otro modo, las élites subnacionales conservan la
suficiente capacidad política para restablecer su poder en el orden local, pero
ese reacomodo se da en un contexto político y nacional específico: dentro de
los términos del desarrollismo progresista.
A
nuestro juicio, las elecciones territoriales terminaron comprobando lo
evidente: la inexistente estrategia del progresismo en esta coyuntura electoral
(es decir, la falta de construcción de hegemonía programática y la unificación
de candidaturas mediante mecanismos de democracia interna), sumado al dominio
indiscutible de los sectores tradicionales en el ámbito subnacional, derivaron
inevitablemente en el repunte electoral de la derecha. Sin embargo, este
repunte no puede considerarse, de ninguna forma, un factor de desaceleración de
las reformas (que constituyen, a fin de cuentas, el proyecto de cambio por el que
votó Colombia) ni un retroceso al campo de fuerzas alcanzado.
Respecto
a la conformación de listas y selección de candidaturas al interior del Pacto
Histórico, se puso en evidencia uno de los mayores límites de la coalición: el
de privilegiar la lógica partido-céntrica sobre los mecanismos de democracia
interna. A pesar de que las múltiples circulares del Pacto Histórico sugerían
procesos de selección mediante mecanismos de democráticos, en la práctica,
sobre todo en ciudades principales, se sobrepuso la lógica partidista de “mayor
probabilidad de victoria” y selección de candidatos “a dedo”.
Esta
práctica, carente de principios y mecanismos democráticos, fue la responsable
de que en las elecciones legislativas los liderazgos sociales perdieran peso
frente a candidaturas artificialmente democráticas y progresistas. Es decir, es
la segunda vez que en el Pacto Histórico se desplazan liderazgos populares con
importantes posibilidades de expansión política y electoral por garantizar,
mediante desacertados cálculos electorales, candidaturas cuestionadas y
distanciadas del movimiento social. Esta actitud es, en gran medida, la
responsable de que el Pacto Histórico hubiese perdido la potencia electoral con
la que nació (la potencia que da la articulación entre movimientos sociales y
estructuras partidistas).
Por
otra parte, la ausencia de cuadros políticos regionales sólidos, formados al
interior del Pacto Histórico y provenientes de fuerzas sociales emergentes, explican,
también, por qué los votos obtenidos a nivel nacional no se suman de manera
directa en las contiendas territoriales. La mera figura de Gustavo Petro no
alcanza para trasladar -automáticamente- los votos del ámbito nacional al ámbito
regional, sino que requiere procesos de formación política, renovación continua
de liderazgos, trabajo político comunitario y construcción programática. En el
fondo, esta característica pone al descubierto los límites de la táctica
progresista de acuerdos exclusivamente electorales en coyunturas políticas
decisivas.
Cabe
señalar, también, que la fallida reforma política del progresismo, antes que
resolver estos problemas estratégicos internos, terminó echándolos por la
borda. Los defensores de la reforma partían del supuesto equívoco que la simple
construcción y unificación de listas garantizaría, por sí sola, la “racha
electoral”. Sin embargo, se comprobó lo contrario: sin democratización interna
de los espacios de decisión, el progresismo se mantendrá ensimismado en sus
estructuras partidistas y sostendrá, por lo tanto, el mismo caudal electoral. Ahora
bien, esto no representa, como lo ha afirmado los medios corporativos de
comunicación, una crisis política, sino, por el contrario, un reto que deben
superar las fuerzas democráticas y de izquierda.
En
ese sentido, los análisis de los resultados electorales deben pasar por una
reflexión cuidadosa en clave subnacional. Sería un grave error leer estas
elecciones como un anticipo de lo que ocurrirá en las futuras elecciones
nacionales; también es un error pasar por alto la agencia de las élites
regionales y su capacidad para nacionalizar su influencia. Los grupos de poder
en las regiones pueden imponer (de manera parcial) puntos en la agenda
política, sin embargo, contrario a lo que cree buena parte de la prensa
corporativa, estas elites se caracterizan por tener una actitud mucho más
flexible y abierta para negociar, ceder e imponer. Ese es, precisamente, el
espacio en el que la correlación de fuerzas puede ser, eventualmente, favorable
para los aluviones democratizadores del Gobierno Nacional.
Otro
fenómeno importante a tener en cuenta está vinculado con la proliferación de pequeños
partidos que obtuvieron personería jurídica y, con ello, la posibilidad de integrar
el sistema de partidos y el régimen de participación electoral. Desde los años
90’, gracias a la apertura política que representó la Constitución de 1991, no
teníamos tantos partidos políticos como ahora: pasando de 16 partidos en 2021 a
36 en 2023. Algunos de ellos se estrenaron en esta disputa electoral y, pese a
sus resultados, muchos de ellos están aún ubicándose en el tablero político. Esto
constituye una oportunidad para que el Gobierno pueda moverlos de su eje
gravitacional y ponerlos en favor de las causas populares y el programa de transformaciones.
En
conclusión, se mantiene un proceso reformista de baja intensidad en el ámbito
nacional y un reacomodo (hacia la derecha) del poder local (que está lejos de
poner en cuestión la lenta marcha de transformación nacional). Para patear,
nuevamente, el tablero político nacional y subnacional es necesario que el
progresismo vuelva a instalar la discusión de una reforma político-electoral
verdaderamente democratizadora y progresista. Las formas de autoorganización
popular y los mecanismos de democracia social representan, en un escenario
futuro, un insumo de cara a un nuevo proceso instituyente y a una nueva
coyuntura electoral.
Así las cosas, la izquierda y los sectores progresistas deben sacar conclusiones estratégicas de lo que representaron las elecciones regionales y recordar que la posibilidad de expandir el horizonte de lo posible y construir hegemonía siempre radicó en la articulación entre el campo popular, los movimientos sociales y las estructuras partidistas de izquierda (el aislamiento o sobreposición de alguna de ellas explica la bancarrota política y electoral del progresismo).
[1] Algunos sectores de la coalición hablan de más de 12
gobernaciones aliadas del Gobierno Nacional, sin embargo, tendremos en cuenta
solo las candidaturas que obtienen representación regional con el aval del
Pacto Histórico. De hecho, muchas de esas gobernaciones consideradas “aliadas”
no tienen en cuenta al Pacto Histórico como fuerza de gobierno, sino a alguno
de sus partidos integrantes. De hecho, esas Gobernaciones, además de ser
fuerzas tradicionales de derecha, derrotaron electoralmente al Pacto Histórico
en los territorios, por lo que, en términos de análisis de fuerza, no tiene
sentido su inclusión.
[2] En este punto también se hablan de más 200 alcaldías
obtenidas por el progresismo en todo el país, sin embargo, muchas de esas
alcaldías integran, de manera minoritaria, a algunos sectores partidistas
pertenecientes al Pacto Histórico y, mayoritariamente, a fuerzas partidistas de
oposición al Gobierno Nacional (es decir, en la mayoría de casos, el
progresismo es un sector minoritario dentro de las distintas coaliciones). Por
tal razón, se excluyen esos datos, pues no permiten esclarecer el grado de influencia
electoral del Pacto Histórico en las regiones.
[3] En
el caso de Asambleas, sectores del Pacto Histórico hablan de más de 40
diputados, no obstante, ocurre la misma situación que con Gobernaciones y
Alcaldías: la mayoría de candidatos no son avalados por el Pacto Histórico,
sino por algunas de sus fuerzas partidistas integrantes en coalición con
sectores de derecha y de oposición al Gobierno Nacional. Por tal motivo, la
inclusión de estos datos no permite comprender la verdadera capacidad de
incidencia del proyecto de gobierno en las regiones.
[4] Aunque
algunos analistas hablen de un giro a la derecha en las recientes elecciones
regionales, lo cierto es que las elecciones del año 2019 no representaron
ninguna transformación en la composición de fuerzas políticas en el ámbito
subnacional. La llegada de gobiernos locales independientes y de izquierda en
tal periodo (2019-2023) fueron casos muy excepcionales dentro de la regla
general de gobiernos de derecha tradicional.
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