El proyecto de ley por el cual “se humaniza la política criminal y
penitenciaria para contribuir a la superación del estado de cosas
inconstitucional” que busca reformar el sistema judicial del país y superar, al
menos de manera parcial, el hacinamiento carcelario, no fue particularmente
protagonista de la campaña presidencial de Gustavo Petro, no obstante, fue una
de las primeras reformas que tomó iniciativa legislativa (a pesar de la poca favorabilidad
que representa a la imagen del gobierno nacional de cara a sus
electores).
Y es que, pese al cambio paradigmático que significó el paso de una
estructura penal inquisitiva a una acusatoria, el espíritu vengativo inscrito
en el sentido común de los ciudadanos permeó el resto de iniciativas legislativas que
le precedieron, convirtiendo al sistema penal en un aparato de crueldad inusitada, no ya a la última y más
severa de las sanciones aplicables a quien ejecuta un comportamiento
reprochable, sino un dispositivo represivo que pretende regular asuntos de poca
o nula relevancia social.
La estrategia para atacar la criminalidad se ha centrado, hasta la
actualidad, en un aumento injustificado en la duración de las penas, y en la
creación de nuevos delitos; decisiones adoptadas sin evidencia empírica,
reactivas, y carentes de proporcionalidad, tal como lo anunció la Corte
Constitucional en un amplio marco jurisprudencial que declaró la crisis en
materia de derechos humanos en los centros penitenciarios y carcelarios del
país.[1]
Los hacinamientos en los centros penitenciarios del INPEC ascienden al
20% (se encuentran disponibles 80.000 cupos carcelarios para aproximadamente
100.000 personas), y en las estaciones de policía de alrededor de un 150% en tanto
se encuentran privadas de la libertad más de 200.000 personas[2];
refulge diáfano el fracaso del Estado colombiano no solo para prevenir el
delito y mantener la seguridad, sino también para aplicar sanciones penales que
no desconozcan la dignidad de quienes se enfrentan a la justicia punitiva, y
así garantizar la consecución del fin último de la aplicación de las sanciones:
la resocialización del delincuente.
Quienes ahora pregonan por la creación de nuevos cupos penitenciarios, aduciendo que sería más favorable adoptar una política autoritaria como la de El Salvador, desconocen que solamente en lo que toca a los asuntos penitenciarios, aquello resulta no solamente más costoso (la creación de un cupo penitenciario se estima en 135.000.000) sino que, además, fracasa en la intención de prevenir la comisión del delito, pues en la legislación penal interna, como ya se dijo, la ausencia de castigo no ha sido precisamente su característica principal.
Hay algo que han olvidado los promotores y defensores del punitivismo
carcelario: la reforma pretende garantizar un proceso de reparación centrado en
la víctima y no en el victimario. Se trata de formas de reparación que
exceden el sentimiento de venganza con el victimario, contemplando la
reparación integral del damnificado, propio de una justicia restaurativa.
Lo preocupante de la situación es que aún, en algunos de los más fieles
electores del gobierno, se ha mostrado signos de duda y preocupación, como si
el asunto no requiriera un trámite prioritario. Precisamente, son esos mismos los que han venido defendiendo la justicia por mano propia y el linchamiento,
confundiendo de manera deliberada la justicia con la venganza; linchamientos
que evidencian la crisis del sistema penitenciario y el sentido común reactivo
de la sociedad. En eso, ciertos sectores progresistas no se distancian en
absoluto de la derecha más rancia del país.
La reforma penitenciaria: una lucha de Colombia contra sí misma.
El proyecto de ley presentado de la mano de Néstor Osuna no solo busca
la humanización del tratamiento penitenciario, sino que apuesta, también, por descongestionar
el sistema judicial, que en materia penal se encuentra al borde del colapso en
toda su estructura: los despachos judiciales, la Fiscalía General de la Nación,
y el sistema de defensoría pública carecen de recursos para hacerle frente a la
cantidad de conductas consideradas en la actualidad como delitos.
La reforma aborda el entramado de la política criminal sobre cuatro
puntos fundamentales: i. el trato diferenciado a distintos focos de
criminalidad (criminalidad grave, criminalidad muy grave y reincidente); ii. la
preponderancia de la justicia restaurativa frente a la justicia retributiva
(pese a que aquello ya se encontraba inserto en el código penal); iii. la ejecución
de la pena, en tanto esta cumpla con el fin de resocialización; iv. el
fortalecimiento de la seguridad: previniendo efectivamente el delito.
En lo que toca a la ejecución de las penas privativas de la libertad, se busca implementar el tratamiento penitenciario de manera integral,
de modo tal que el infractor no solo purgue la sanción correspondiente a la
consumación del injusto, sino que además se prepare para la vida en libertad.
Así, dentro de la denominada “libertad preparatoria”, los condenados tendrán la
opción de realizar actividades comunitarias de reparación o trabajar;
igualmente, se contempla flexibilizar el acceso a subrogados o sustitutos
penales, como es el caso de la suspensión de la ejecución de la pena- es decir
que el tiempo en prisión quede en suspenso por un periodo de prueba en que el
condenado debe observar buena conducta- o la prisión domiciliaria, como
sustitutiva de la pena de prisión.
Además, contempla una disminución considerable en el término máximo de
la pena de prisión, adoptando criterios de razonabilidad y proporcionalidad, de
modo que aquella, en su ejecución, no se convierta en un castigo perpetuo que
condicione al infractor a pasar la mayor parte de su vida tras las rejas.
Otro elemento medular de la descongestión es lo atinente a la
eliminación de ciertos tipos penales, algunos innecesarios por su nula o muy
poca concurrencia, como los denominados delitos contra el sentimiento religioso
y respeto a los difuntos, otros que, aunque reprochables tal vez desde la
moral, tiene nula trascendencia social, como es el caso del incesto; y aquellos
que se promovieron con fines electorales pero que nunca alcanzaron a prevenir
que se perpetrara la conducta, como es el caso del delito de inasistencia
alimentaria, el que, aunque pudo ser bien intencionado, en nada contribuyó en
asegurar que los menores recibieran de los padres recursos para su
manutención.
Ahora, frente a la denuncia realizada por el fiscal Barbosa frente los
supuestos “micos” que contiene la reforma respecto de la presunta posibilidad
de suspender la ejecución de la pena de prisión en favor de narcotraficantes,
debe aclararse que aquella apreciación no solo resulta reprochable debido a que
la pronuncia el representante de un órgano de la rama judicial, sino que carece
de sustento jurídico y político, pues en lo que toca al parágrafo del artículo
8 del proyecto de ley, lo que se busca es dar cumplimiento a los compromisos
adquiridos por el Estado colombiano en el marco del Acuerdo de Paz,
especialmente, en lo que se refiere a cesar la persecución penal en contra de
los campesinos y campesinas que dependen del cultivo ilícito para sustentar sus
hogares. Entre tanto, la suspensión condicional de la ejecución de la pena,
está supeditada a que el campesino haga parte de alguno de los programas de
sustitución de cultivos ilícitos, o cualquier otro programa de tránsito a la
legalidad, lo que de ninguna manera puede entenderse como un beneficio que
cobija a la macrocriminalidad.
La denuncia del Fiscal, que ha tenido máxima acogida en la oposición,
además de desacertada solo deja ver el rasgo más mezquino de las reformas a la
justicia que precedieron y que hoy tienen en jaque al sistema penal, y es la
criminalización de la clases menos favorecidas, mientras que las grandes
esferas de la criminalidad gozan no solo del beneficio económico derivado del
narcotráfico, sino del control sobre los sectores marginados del país que
dependen para su supervivencia de cultivar ilícitos, todo ello en la más
absoluta impunidad.
Diáfano resulta que, aunque favorable a los
ojos de quienes conocen de cerca el sistema penal, la reforma enfrentará férrea
oposición no solo en las discusiones legislativas, sino también en el seno de
la sociedad, pues debe enfrentarse a nuestra ya arraigada idea de justicia como
materialización de la venganza, y que podría generar cierto malestar entre las
capas más reaccionarias de la sociedad.
En todo caso, a pesar de la resistencia de la Sociedad Civil, adelantar una reforma al sistema penitenciario y carcelario del país será clave para avanzar en una nueva política de seguridad. Se trata de recuperar el tejido social, detener la grave crisis de derechos humanos en las cárceles del país. En el fondo, la reforma alberga una nueva relación del Estado con el crimen, no cimentada en la persecución del eslabón más débil de las organizaciones criminales, sino en las causas sociales que motivaron.
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