Por: Ana Victoria Jaramillo (avjb180@gmail.com)

El proyecto de ley por el cual “se humaniza la política criminal y penitenciaria para contribuir a la superación del estado de cosas inconstitucional” que busca reformar el sistema judicial del país y superar, al menos de manera parcial, el hacinamiento carcelario, no fue particularmente protagonista de la campaña presidencial de Gustavo Petro, no obstante, fue una de las primeras reformas que tomó iniciativa legislativa (a pesar de la poca favorabilidad que representa a la imagen del gobierno nacional de cara a sus electores).

Y es que, pese al cambio paradigmático que significó el paso de una estructura penal inquisitiva a una acusatoria, el espíritu vengativo inscrito en el sentido común de los ciudadanos permeó el resto de iniciativas legislativas que le precedieron, convirtiendo al sistema penal en un aparato de  crueldad inusitada, no ya a la última y más severa de las sanciones aplicables a quien ejecuta un comportamiento reprochable, sino un dispositivo represivo que pretende regular asuntos de poca o nula relevancia social.

La estrategia para atacar la criminalidad se ha centrado, hasta la actualidad, en un aumento injustificado en la duración de las penas, y en la creación de nuevos delitos; decisiones adoptadas sin evidencia empírica, reactivas, y carentes de proporcionalidad, tal como lo anunció la Corte Constitucional en un amplio marco jurisprudencial que declaró la crisis en materia de derechos humanos en los centros penitenciarios y carcelarios del país.[1]

Los hacinamientos en los centros penitenciarios del INPEC ascienden al 20% (se encuentran disponibles 80.000 cupos carcelarios para aproximadamente 100.000 personas), y en las estaciones de policía de alrededor de un 150% en tanto se encuentran privadas de la libertad más de 200.000 personas[2]; refulge diáfano el fracaso del Estado colombiano no solo para prevenir el delito y mantener la seguridad, sino también para aplicar sanciones penales que no desconozcan la dignidad de quienes se enfrentan a la justicia punitiva, y así garantizar la consecución del fin último de la aplicación de las sanciones: la resocialización del delincuente.

Quienes ahora pregonan por la creación de nuevos cupos penitenciarios, aduciendo que sería más favorable adoptar una política autoritaria como la de El Salvador, desconocen que solamente en lo que toca a los asuntos penitenciarios, aquello resulta no solamente más costoso (la creación de un cupo penitenciario se estima en 135.000.000) sino que, además, fracasa en la intención de prevenir la comisión del delito, pues en la legislación penal interna, como ya se dijo, la ausencia de castigo no ha sido precisamente su característica principal.

Hay algo que han olvidado los promotores y defensores del punitivismo carcelario: la reforma pretende garantizar un proceso de reparación centrado en la víctima y no en el victimario. Se trata de formas de reparación que exceden el sentimiento de venganza con el victimario, contemplando la reparación integral del damnificado, propio de una justicia restaurativa.

Lo preocupante de la situación es que aún, en algunos de los más fieles electores del gobierno, se ha mostrado signos de duda y preocupación, como si el asunto no requiriera un trámite prioritario. Precisamente, son esos mismos los que han venido defendiendo la justicia por mano propia y el linchamiento, confundiendo de manera deliberada la justicia con la venganza; linchamientos que evidencian la crisis del sistema penitenciario y el sentido común reactivo de la sociedad. En eso, ciertos sectores progresistas no se distancian en absoluto de la derecha más rancia del país.

Hablar de resocialización ya es bastante complejo y problemático, supondría que los presos son seres humanos ubicados como un exterior de lo social, eso explica la forma en que son tratados y percibidos por la sociedad. Sin embargo, si ese fuera el altruista objetivo del sistema penitenciario no ha logrado llegar a feliz término, tal como lo señaló el ministro Alfonso Prada: “las cárceles se han convertido en una escuela de delincuencia, en una escuela de humillación y de perdida de dignidad humana”[3].

La reforma penitenciaria: una lucha de Colombia contra sí misma.

El proyecto de ley presentado de la mano de Néstor Osuna no solo busca la humanización del tratamiento penitenciario, sino que apuesta, también, por descongestionar el sistema judicial, que en materia penal se encuentra al borde del colapso en toda su estructura: los despachos judiciales, la Fiscalía General de la Nación, y el sistema de defensoría pública carecen de recursos para hacerle frente a la cantidad de conductas consideradas en la actualidad como delitos.

La reforma aborda el entramado de la política criminal sobre cuatro puntos fundamentales: i. el trato diferenciado a distintos focos de criminalidad (criminalidad grave, criminalidad muy grave y reincidente); ii. la preponderancia de la justicia restaurativa frente a la justicia retributiva (pese a que aquello ya se encontraba inserto en el código penal); iii. la ejecución de la pena, en tanto esta cumpla con el fin de resocialización; iv. el fortalecimiento de la seguridad: previniendo efectivamente el delito.

En lo que toca a la ejecución de las penas privativas de la libertad, se busca implementar el tratamiento penitenciario de manera integral, de modo tal que el infractor no solo purgue la sanción correspondiente a la consumación del injusto, sino que además se prepare para la vida en libertad. Así, dentro de la denominada “libertad preparatoria”, los condenados tendrán la opción de realizar actividades comunitarias de reparación o trabajar; igualmente, se contempla flexibilizar el acceso a subrogados o sustitutos penales, como es el caso de la suspensión de la ejecución de la pena- es decir que el tiempo en prisión quede en suspenso por un periodo de prueba en que el condenado debe observar buena conducta- o la prisión domiciliaria, como sustitutiva de la pena de prisión.

Además, contempla una disminución considerable en el término máximo de la pena de prisión, adoptando criterios de razonabilidad y proporcionalidad, de modo que aquella, en su ejecución, no se convierta en un castigo perpetuo que condicione al infractor a pasar la mayor parte de su vida tras las rejas.

Otro elemento medular de la descongestión es lo atinente a la eliminación de ciertos tipos penales, algunos innecesarios por su nula o muy poca concurrencia, como los denominados delitos contra el sentimiento religioso y respeto a los difuntos, otros que, aunque reprochables tal vez desde la moral, tiene nula trascendencia social, como es el caso del incesto; y aquellos que se promovieron con fines electorales pero que nunca alcanzaron a prevenir que se perpetrara la conducta, como es el caso del delito de inasistencia alimentaria, el que, aunque pudo ser bien intencionado, en nada contribuyó en asegurar que los menores recibieran de los padres recursos para su manutención.

Ahora, frente a la denuncia realizada por el fiscal Barbosa frente los supuestos “micos” que contiene la reforma respecto de la presunta posibilidad de suspender la ejecución de la pena de prisión en favor de narcotraficantes, debe aclararse que aquella apreciación no solo resulta reprochable debido a que la pronuncia el representante de un órgano de la rama judicial, sino que carece de sustento jurídico y político, pues en lo que toca al parágrafo del artículo 8 del proyecto de ley, lo que se busca es dar cumplimiento a los compromisos adquiridos por el Estado colombiano en el marco del Acuerdo de Paz, especialmente, en lo que se refiere a cesar la persecución penal en contra de los campesinos y campesinas que dependen del cultivo ilícito para sustentar sus hogares. Entre tanto, la suspensión condicional de la ejecución de la pena, está supeditada a que el campesino haga parte de alguno de los programas de sustitución de cultivos ilícitos, o cualquier otro programa de tránsito a la legalidad, lo que de ninguna manera puede entenderse como un beneficio que cobija a la macrocriminalidad.

La denuncia del Fiscal, que ha tenido máxima acogida en la oposición, además de desacertada solo deja ver el rasgo más mezquino de las reformas a la justicia que precedieron y que hoy tienen en jaque al sistema penal, y es la criminalización de la clases menos favorecidas, mientras que las grandes esferas de la criminalidad gozan no solo del beneficio económico derivado del narcotráfico, sino del control sobre los sectores marginados del país que dependen para su supervivencia de cultivar ilícitos, todo ello en la más absoluta impunidad.

Diáfano resulta que, aunque favorable a los ojos de quienes conocen de cerca el sistema penal, la reforma enfrentará férrea oposición no solo en las discusiones legislativas, sino también en el seno de la sociedad, pues debe enfrentarse a nuestra ya arraigada idea de justicia como materialización de la venganza, y que podría generar cierto malestar entre las capas más reaccionarias de la sociedad.

En todo caso, a pesar de la resistencia de la Sociedad Civil, adelantar una reforma al sistema penitenciario y carcelario del país será clave para avanzar en una nueva política de seguridad. Se trata de recuperar el tejido social, detener la grave crisis de derechos humanos en las cárceles del país. En el fondo, la reforma alberga una nueva relación del Estado con el crimen, no cimentada en la persecución del eslabón más débil de las organizaciones criminales, sino en las causas sociales que motivaron.


[1] Ver T- T-388 de 2013 y T-762 de 2015

[2] Exposición de motivos del proyecto de ley.

[3] “El Gobierno radica su proyecto de ley para “humanizar las cárceles”. EL PAÍS (2023): https://elpais.com/america-colombia/2023-02-06/el-gobierno-radica-su-proyecto-de-ley-para-humanizar-las-carceles.html 

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