Los sentimientos que apelan los lugares nos unen. Como si esos lugares nos hablaran, nos identificaran, nos pertenecieran, nos enfrentarán a la realidad en la que viven y nos hicieran reconocer que no están, que ya no existen. Ese sentimiento nos une de tal forma que nos proporciona sensibilidad ante lo material, permite superar la barrera de lo abstracto y apegarnos a tales lugares, construyendo, en sí, un sentimiento mancomunado que deja de ser individual y pasa a ser colectivo. Los lugares dejan de ser simples espacios físicos para tener identidad a tal punto que nos gritan que ya no están, que murieron.
Es difícil no recordar con nostalgia la sensación de la arena entre los dedos de los pies cuando junto a mis compañeros de primaria cuando atravesábamos de la mano la “Cancha de Arena”. Lo hacíamos con particulares atuendos rumbo a la piscina. Al este, el sol, con su cálida estela, nos daba la bienvenida a un nuevo día.
Cómo no remembrar que, en aquel arenoso lugar, disputamos cientos de veces encuentros de fútbol de tal forma que, ante la carencia de un balón, cualquier botella de gaseosa era utilizada como medio para anotar los mejores goles jamás vistos por nosotros. La lleva, el ponchado, queca y las trampas de pasto, entre otros juegos, eran realizados por niñas y niños en las horas de recreo que, ante la premura de solo contar con 30 minutos, eran disfrutados en su máxima expresión. De manera tal que, cuando sonaba el estruendoso timbre como aviso para volver a las aulas, anhelábamos volver a la cancha y que la jornada de 6 horas de clase transcurrieran en tal lugar.
Sin mucho más que ofrecer que un polvoroso y, en ocasiones, lodoso lugar, con unos arcos de futbol algo viejos y unas gradas, fue el sitio para varias generaciones del primer beso, la primera raspada de rodilla, el primer sitio de encuentro con el grupo de amigos, el primer balonazo, el primer mundial de fútbol protagonizado por nosotros mismos, las primeras clases de educación física dadas con “calidad”. Quizás, la primera clase de algún entrañable profesor, el primer premio que, ante el quebranto de cualquier norma de seguridad en las alturas, intrépidos adolescentes llegaban a lo más alto de esa vara engrasada y alcanzaban tal premio. En ocasiones inolvidables, con cartulinas de colores o atuendos particulares se realizaban coreografías o movimientos guiados por un profesor en honor a alguna fecha especial.
Puedo afirmar que este espacio no solo me interpela como individuo, sino también como comunidad. La "Cancha", como espacio significante, se encargó de forjar una colectividad sin que ninguno de nosotros se diera cuenta. Ahora, lamentablemente, nos dicen que ya no existe más. La “Cancha de arena” sigue viva no como lugar material, pero sí en forma de relato, historias, vivencias y aprendizajes. A pesar de que fue enterrada por una lápida de concreto, tendremos que recordarla con amor y entender la magnitud del significado de los lugares, pensar los lugares como espacios para el desarrollo humano y no como simple “optimización” del espacio que ha conllevado a vivir a ciudades enteras en lúgubres paisajes grises y estériles, ahogados por el concreto.
Lo anterior nos lleva, inevitablemente, a desnudar una realidad sumamente problemática como comunidad educativa: realmente, alguien se ha detenido a pensar cómo este lugar hizo parte de la formación pedagógica de cientos de personas por más de 73 años. Una institución educativa como la Escuela Normal encargada de formar docentes, ¿realizó un análisis epistemológico y pedagógico de los espacios de aprendizaje y se planteó cuál debía ser su horizonte pedagógico?
Es claro que la respuesta es negativa y, aún más preocupante, que las instancias de decisión como Directivos, Secretarias de Educación y Ministerio de educación pasen por alto estas discusiones y estemos presenciando lo que Corea y Lewkowicz denominan Escuela Galpón. Es decir, la escuela pensada como el acaparamiento de individuos, unos sobre otros, sin una identidad colectiva, sin un horizonte de sentido y sin un discurso histórico. Solamente, datos estadísticos para el mercado sobre el “acceso a la educación”. Estudiantes tratados como individuos cuantificables y acaparables, sin una discusión de fondo respecto a la infraestructura y ambiente de aprendizaje que responda a una formación integral y emancipadora.
La cancha era algo más que arena. Fue el lugar donde aprendí y aprendimos a relacionarnos con el otro, donde construimos identidad y comunidad. Fue el espacio que me permitió potenciar ese profesor y niño que todos llevamos dentro. Me enseño amar ese tramo de historia propia que me dejó grandes amigos y entrañables recuerdos.
Notas:
- Corea, Cristina e Ignacio Lewkowicz (2004): Pedagogía del aburrido. Escuelas destituidas, familias perplejas, Buenos Aires, Paidós.
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